Durante un viaje en el Expreso Norte, un evento sobrenatural convierte al tren y a la mayoría de sus ocupantes en estatuas de oro. Paul Strauss es un periodista que viajaba en tren, junto a otros afortunados sobrevivientes deciden investigar qué ha ocurrido para tratar de encontrar una posible solución.
El vendaval arremetía contra el Expreso Norte, la
maquinaria no se movía, aunque el viento era fuerte y tormentoso, las vías del
tren eran firmes, los vagones fuertes y pesados; una locomotora moderna y estable,
la mejor de todas en aquella memorable época donde la revolución industrial
estaba en su apogeo.
En tiempos decembrinos, cuando la
Navidad se acercaba, las capas de nieve se acumulaban en las ventanas como un
hermoso sucio blanquecino y brillante que no dejaba ver hacia afuera. El lado
izquierdo de los vagones perecía cubierto por una capa blanca de azúcar fina, cristalina
y rocosa. Para la mala suerte de los pasajeros, sus ventanas no dejaban mucho
que desear. Por otro lado, las ventanas del pasillo, aunque también manchadas
de blanco, tenían un mejor paisaje que su lado izquierdo.
Cuando el expreso pasó por un largo túnel, el viento que soplaba en
dirección contraria, ―aumentando la velocidad
debido a la presión del embudo―, comenzó a desquebrajar los copos de nieve pegados a las ventanas, limpiándolas
de manera natural.
Aquel túnel era la nueva vía para atravesar el país, ahorrándose días
enteros de cabalgatas cruzando las montañas nevadas. Directo al corazón de las
montañas, el túnel atravesaba la cordillera, en un trayecto que duraba casi
veinte minutos en la oscura vía que de vez en cuando se iluminaba con una luz
amarillenta.
Paul Strauss se entretenía rearmando su cámara fotográfica, se le había
dificultado la tarea cuando el expreso entró al túnel, la luz de su habitación en
el vagón de vez en cuando parpadeaba. Paul era un hombre curioso de nacimiento,
le encantaba desarmar y armar cosas, había adquirido ese gusto cuando veía a su
padre reparando automóviles, le fascinaba ver cuántas piezas podía tener una
máquina como esa. A pesar de su interés mecánico, se dedicó al periodismo, se
le daba mejor la investigación y el reportaje, que la mecánica. La curiosidad
de su mente iba más allá que solo desarmar cosas, ver sus intrincados y complicados
mecanismos internos, a Paul le gustaba desentrañar misterios, resolver
acertijos, descubrir verdades ocultas y curiosidades poco comunes; a sus 38 años
había saciado sus ansias de escribir artículos y entrevistar gente famosa, se
le notaba el cansancio en su recién mal cortada barba y en las ojeras, por eso
le gustaban los misterios, algo más emocionante que descubrir. El arte de desarmar
y armas objetos, no era más que un mero entretenimiento pasajero, que de cierto
modo lo había usado para desarmar otras cosas: las mentes de quienes
entrevistaba y esos misterios que resolver.
En esa ocasión, viajando en el expreso para cubrir un evento de
literatura, ―celebrando las fechas de
Navidad―, que se llevaría a cabo
en pocos días, se le vino a la cabeza desarmar la cámara fotográfica que se
había comprado para tomar un par de fotos en el viaje. El periódico en el que
trabajaba se la había financiado de manera rápida, el fotógrafo que el
periódico le asignaba a él, había tenido una urgencia familiar y con desdicha
declinó la oferta de viajar con Paul al evento.
A esas alturas, Paul seguía rearmando la cámara, había leído
anteriormente artículos en libros de fotografía, de cómo funcionaba el aparato
y por supuesto, había leído de arriba y abajo el manual de usuario y uso de la
cámara. Paul tenía pensado tomar un par de fotos al salir del túnel, la cámara
ya estaría lista de nuevo. Le gustaría tomar algunas imágenes del paisaje
nevado, ―desde hacía un rato―, había notado como el fuerte viento a presión fuera
del vagón, iba quitando de a poco la nieve pegada a las ventanas. Una
fotografía de las montañas cubiertas de blanco seguro sería espectacular para
el periódico, sino simplemente se la quedaría él, solo esperaba ser lo
suficientemente bueno para tomar una fotografía tan espectacular como veía de
vez en cuando en alguna revista importante.
La cámara estaba lista, Paul la giró en sus manos cerciorándose de que
todo estaba en su lugar. Sacó un rollo de cinta y lo colocó dentro, hizo una
fotografía de prueba a su escritorio, con varios destornilladores y un guante
sucio puestos encima de la madera. El sonido de la cámara estuvo bien, todos
los mecanismos sonaron igual que antes, así que, por ahora, la cámara
funcionaba de nuevo.
―Olvidé probar el estrobo ―recordó Paul, colocando el bombillo en la parte de
arriba de la cámara.
Estaba vez se acomodó agachándose un poco frente al escritorio, quería
otra perspectiva, un ángulo más común y corriente. Al poner el ojo en la
mirilla de la cámara, justo al apretar el botón del disparador, el flash del
estrobo destelló en la habitación.
Sin embargo, una luz amarillenta, ―más bien dorada―, iluminó el resto de
la habitación como si la enorme bombilla de un faro hubiese entrado por la
ventana.
El susto casi le hizo resbalar la cámara de las manos a Paul, había sido
una coincidencia muy curiosa. Pero le extrañaba que hubiese un foco de luz tan
potente en un túnel como ese… bastante raro.
Como acto reflejo, se asomó por la ventana y vio pasar con velocidad las
pequeñas y comunes luces que de vez en cuando se encontraban en las esquinas
superiores del túnel, casi imperceptibles a la vista.
―Qué raro… ―dijo en voz baja.
Se alzó de hombros sin darle mucha importancia. Guardó la cámara en el
estuche, acomodando los utensilios de su escritorio. Al cabo de unos minutos,
la luz natural del sol entró por la ventana, el expreso había culminado el trayecto
del túnel.
Paul se sacudió las manos y sopló las palmas para calentarse. Se asomó de
nuevo por la ventana, seguía muy sucia por la nieve. El paisaje blanco era
bonito sin duda, pero desde su ventana no creía que pudiese tomar una buena
fotografía con tanta nieve pegada del otro lado.
Asintiendo para sí mismo, Paul se sonó los huesos de la espalda girando
su cuerpo de derecha a izquierda, se colgó del cuello la cámara tras sacarla de
nuevo del estucha y se colocó su sombrero.
Al salir de su habitación, una señora de servicio pasaba por el pasillo
con un carrito de bebidas y comestibles.
―¿Gusta alguna cosa, señor? ―preguntó la señora.
Era una mujer anciana, con el cuerpo jorobado y una sonrisa buena, de
esas que los niños adoran en sus abuelas.
―Un café pequeño, por favor ―pidió amablemente.
Entre tanto la señora servía el cafecito en una pequeña taza de porcelana,
otro señor mayor de bigote gris muy poblado se acercó al carrito.
―Buenas tardes ―saludó―. Un coñac, por favor ―solicitó.
Paul tomaba su café y observó al hombre a su lado. Era obeso, de brazos
fuertes, lo notaba en su traje ajustado en sus bíceps, probablemente el señor mayor
era un trabajador en construcciones o quizá un marinero. Pero al fijarse bien,
en su gabardina llevaba una medalla condecorativa ―de oro sin duda―, con un radiante diseño que imitaba a un sol, decorado con unas franjas
de colores de una bandera, amarillo y negro, con tres estrellas arriba y tres
abajo. En su rápida vista no logró leer la inscripción de la medalla, pero dedujo
que el hombre se trataba de algún oficial del ejército o de la marina, probablemente
jubilado.
Cuando el hombre hizo un movimiento para beber el coñac, la luz del sol
se reflejó en la medalla refractando un brillo dorado muy llamativo. Inmediatamente
Paul recordó esa extraña luz que vio hace poco en la ventana y se atrevió a
preguntar.
―Discúlpeme, señor. ¿Puedo hacerle una pregunta? ―interrumpió con amabilidad.
―Desde luego ―aceptó el hombre, después de darle otro trago a su coñac.
―¿Estuvo dormido durante el trayecto en el túnel? ―preguntó entrecerrando los ojos.
―No, aunque me hubiese gustado ―respondió sin chistar―. ¿Por qué pregunta? ¿Tengo cara de qué me hace falta una siesta? ―A pesar de su temple fuerte, el hombre tenía un muy
bien humor.
―Para nada, oficial… ―pronunció Paul, entrecerrando los ojos de nuevo para ver la medalla dorada.
El sujeto entendió el gesto, levantó su gabardina mostrando con albardanería
su condecorativa insignia.
―Oficial, Alphonse Gillman. De la Brigada Sunshine
Star, en mi buena época, claro está. ―Se rió de sí mismo aceptando su vejez.
―Paul Strauss, soy periodista. Un placer. ―Y se estrecharon las manos―. Llámeme loco, quizá fue una alucinación por falta
de sueño y ocupar mi ocio en otras cosas que no me dejan dormir, pero… ―hizo una breve pausa para mirar también a la señora
del carrito―. ¿Por casualidad vio
una extraña luz dorada en el túnel? ―preguntó entrecerrando los ojos.
―¡Válgame, Sr. Strauss! ―Se sorprendió el viejo Gillman―. Pensé que mi cabeza estaba jugándole bromas a este
viejo senil, pero le juro que también vi esa luz ―aseguró moviendo su dedo índice para señalar a Paul―. Precisamente estaba lustrando mi medalla, por eso
se nota tan brillante, la luz de mi lámpara rebotó en mi medalla como un espejo,
casi me deja ciego. Pero justo en ese momento apareció esa luz en iluminando la
habitación ―narró con jovialidad.
―¿Usted también lo vio, señora? ―Le preguntó Paul a la señora del carrito.
―No sé de qué me hablan ―contestó, alzó los hombros y siguió empujando el carrito
por el pasillo.
El café en la tacita de Paul se había enfriado, se lo tomó de golpe para
seguir hablando.
―¿Qué cree usted que haya sido esa luz, Sr. Gillman? ―Le preguntó al viejo Alphonse.
―Lo estuve pensando detenidamente ―levantó el índice para agitarlo de nuevo, un gesto aparente
común en él―. Lo más probable es
que una de las bombillas en el túnel haya estallado por una sobrecarga eléctrica
―posaba su mano en el
mentó al hablar.
―Es una posibilidad. No obstante, el resplandor duró
más de unos segundos ―recalcó Paul.
―Eso es cierto, Sr. Strauss ―aceptó el viejo―. No conozco mucho de física o de las propiedades de la luz, pero estoy
seguro de que debe de haber alguna explicación científica detrás de ese fenómeno
―indagaba cerrando los
ojos, como buscando un archivo de información de su cabeza―. Creo recordar que alguna vez leí un artículo que
hablaba sobre cuerpos luminosos que se quedan impregnados en la retícula,
incluso después de haber desaparecido ―trataba de remembrar mejor la información.
―Eso no explicaría mucho cómo quedó la luz por tanto
tiempo en la habitación, pero puede ser una posibilidad ―agregaba Paul―. Algún tipo de alucinación colectiva, debido al destello de luz y la
velocidad del tren ―seguían tratando de razonar.
―Exactamente, Sr. Strauss ―afirmaba, entre tanto terminaba de beber su coñac.
La señora del carrito terminó desapareciendo en el pasillo, tocando las
puertas ofreciendo bebidas y aperitivos. Los dos hombres quedaron en silencio
observando el largo ventanal del expreso. De ese lado del tren, la brisa fría
no había ensuciado tanto los vidrios, pero la vista no era tan grata.
El señor Alphonse Gillman se percató que Paul jugaba con su cámara
mientras rumiaba mirando a la lejanía.
―¿Pensaba en tomar algunas fotografías, Sr. Strauss? ―Le preguntó el militar.
―Ese era el plan. ―Se alzó de hombros agitando la cámara con suavidad―. No puedo ver nada desde mi ventana ―respondió sin muchos ánimos.
―Le ofrecería la mía, pero es el mismo cuento. Está
tan blanca que no puedo ver absolutamente nada a través de ella. Deberían lustrar
mejor los vidrios, para que no se les pegara tanta nieve ―sugirió en voz alta, como si algún trabajador
ferroviario podría escucharlo y tomar su consejo.
―¿Puedo tomarle una foto a usted, Sr. Gillman? Me
gustaría resaltar su medalla de los Sunshine Star ―inclinó la cabeza con respeto antes de preguntar.
―Por favor, será un honor. ―Le respondió el anciano.
Paul le dio indicaciones al señor Alphonse Gillman, se posó en un ángulo
donde la luz lo favorecía resaltando sus rasgos físicos, especialmente su
prominente bigote blanco y por supuesto, con el brillo suficiente para destacar
los detalles de la medalla dorada de sol con estrellas.
―¿Por qué no intenta ir a los primeros vagones junto
a la locomotora? Creo que la presión de la velocidad hace que esas ventanas de
enfrente no se ensucien tanto como las nuestras ―sugirió el anciano.
―No es mala idea ―aceptó Paul y le estrechó la mano al anciano―. Muchas gracias, Sr. Gillman. Nos veremos luego. ―Se despidió inclinando la cabeza.
El anciano hizo el mismo gestó y entró en su habitación, sobándose los
brazos para despejarse el frío del cuerpo. Paul abrió la puerta de su
habitación para dejar la tacita de café vacía antes de marcharse.
En el transcurso del viaje, Paul tocó varias puertas del vagón pidiendo
permiso para hacer sus fotografías. Sin embargo, no encontraba una ventana lo
suficiente limpia para sacar una buena toma. Así siguió por varios minutos
hasta que casi llegó a la punta de la locomotora, justo a la última habitación
del vagón.
Con sus nudillos tocó con amabilidad la puerta, esta se abrió. Un pequeño
niño de unos 8 años de edad, con un abrigo que le quedaba grande y un gorrito
de Navidad se asomó, con los ojos muy abiertos, enseñándole un soldadito de
juguete.
―Hola, pequeñín ―saludó Paul.
―Debe decir la contraseña para poder entrar ―dijo el niño, imitando una voz gruesa como si su
soldadito de juguete hablara.
―¿Contraseña? ―Le siguió el juego.
―Cori, ¿Quién toca la puerta? ―preguntó la voz de una mujer detrás.
El niño volvió a echar un vistazo a Paul de arriba abajo, le interesó la
cámara fotográfica que llevaba en las manos.
―Es un señor alto con una cámara para hacer fotos, mami.
―Le contestó el niño.
―Déjalo pasar ―ordenó la mujer.
Dibujando una cordial sonrisa en su rostro, Paul le palpó el gorrito al
niño y entró dando unos cortos pasos.
―Buenas tardes, Madame ―saludó cordialmente.
―Buenas tardes, señor ―dijo la mujer, su voz proyectaba una seguridad innata con altos tintes de
autoridad―. ¿Qué se le ofrece? ―preguntó sin chistar.
La dama era joven, de carácter fuerte y limitante. Llevaba puesto un
bonito vestido rojo oscuro con encajes negro, que hacía juego con sus guantes,
el sombrero y sus zapatillas. Paul la observó detallando su hermoso rostro, delicadas
y hermosas facciones, que eran opacadas por la extraña combinación de unos
lentes de sol redondos, de reflejos rojizos, que le cubrían los ojos. Un adorno
que destacaba entre los demás de su ropaje y que llamaba mucho la atención por
lo distinto que era y que, ―de cierta forma―, le daba un aire más
autoritario y peligroso a la dama.
―Mi nombre es Paul Strauss, Madame. ―Se quitó el sombrero para inclinarse un poco ante la
presentación―. Soy periodista, he
estado recorriendo los vagones del expreso buscando una ventana menos sucia
para tomar unas fotografías del paisaje de la cordillera. ―Le dio un vistazo a la ventana.
Antes de que pudiera divisar qué tan limpia estaba, el pequeño niño saltó
para interrumpir.
―¡Nuestra ventana está limpia! ―exclamó montándose en una silla, para señalar la ventana.
Era verdad, de entre todas las ventanas que había visto hasta ahora, el
vidrio de esta se encontraba menos sucio y empañado, era perfecta para una buena
fotografía.
―Eso lo pude ver, tienen una bonita vista ―dijo Paul, inclinándose un poco a la altura del
niño.
La mujer permaneció callada unos segundos, a Paul le incomodaba la
ausente mirada de la dama, oculta tras esos misteriosos lentes de sol.
―Puede tomar una fotografía su gusta, pero dese prisa,
Sr. Strauss ―movió una de sus manos
parar acelerar la tarea de Paul―. Dentro de poco nos traerán la merienda y quisiera descansar ―afincó su voz en la última palabra.
―Sin ningún problema, Madame… ―dejó su voz al aire.
―Khatarina de Vrass ―respondió.
―Muchas gracias, Madame de Vrass ―volvió a inclinarse.
El niño estaba muy entusiasmado, viendo y curioseando la manera en la que
trabajaba Paul. Montado en la silla haciendo equilibrio, se asomaba por encima
del hombro del periodista, este de manera divertida se inclinó para que el niño
observara mejor la cámara. Paul todavía no tenía intenciones de tomar la
fotografía, quería esperar unos segundos más a que el Expreso Norte se acercara
a una de las montañas más altas, donde el sol chocaba con la punta creado círculos
de luces.
―¿Quieres aprender a usar la cámara, Cori? ―Le preguntó al niño.
―¡Sí, sí, sí! ―respondió emocionado y dejó su soldadito de juguete en la mesa a su
derecha.
―¿Me permite, Madame? ―solicitó cordialmente.
Madame de Vrass ni siquiera respondió y se limitó a asentir sin mover la
vista.
Paul se quitó la cámara de alrededor del cuello y se la colgó al chico,
era un poco pesada para Cori y el periodista a su espalda lo ayudaba a cargarla.
Paul iniciaba una explicación muy sencilla de cómo funcionaba la máquina
capturadora de imágenes, palabras fáciles que un niño pudiera comprender. Cori
le recordaba a algunos cuentos infantiles que había escrito cuando estaba
estudiando periodismo.
―¿Puedo tomar una foto? ―preguntó Cori, abriendo los ojos como un tierno
gatito.
―Ya has molestado mucho al Sr. Strauss, Cori ―regañó la madre―. Las cintas de fotografía son costosas, un niño no puede estar tomando
fotografías por ahí ―cruzó las manos en su
regazo, resaltado su autoridad.
―Pero, mamá…
―Ningún pero ―apretó los puños―. Cuando lleguemos a
casa le puedes pedir a tu abuelo una cámara fotográfica para Navidad, así
entenderás el valor que tiene ―resolvió con astucia.
El niño hizo una graciosa mueca entre decepción y entusiasmo, se acomodó
en la silla observando como Paul tomaría sus fotografías.
Sonriéndole un tanto, Paul le hizo señas a Cori para que viera como movía
las manos en la cámara. Puso el ojo en la mira, cuadró el encuadre y el ángulo inclinándose
un poco, justo en la parte de la ventana donde todo se veía con más claridad y
menos sucio. La montaña se acercaba, la luz era perfecta; con aros dorados formándose
en un risco puntiagudo lleno de árboles blancos cubiertos con la nieve.
Tomo una, luego dos fotos más y, por último, la restante cuando el montículo
de roca y nieve se iba alejando de su vista.
Paul seguía con el ojo pegado a la cámara, un diminuto destello dentro
del lente le llamó la atención, juró haber visto como una especie de chispa incandescente,
como esas que se ven en las brasas de la jorga flotando en el aire. Le pareció
sumamente curioso, ¿cómo la cámara había captado semejante chispa? Le dio hasta
la sensación de que hubiese entrado en el vidrio del lente y luego directo a su
ojo.
Ese brillo permaneció en el ojo de Paul por varios segundos causándole un
cosquilleo, la misma sensación de cuando le tomaban una fotografía de cerca con
el flash activado y algunos vestigios de luz quedaban flotando en la vista, cegando
a las personas por breves instantes. Lo extraño es que esa luz en su ojo era de
un color amarillento muy hermoso, casi… ¿dorado?
―Igual que aquella otra luz ―pronunció para sí mismo.
―¿Cariño? ¿Cori? ―dijo Madame de Vrass con un hilito de angustia.
Tras un par de pestañeos y frotarse los ojos, Paul recuperaba la vista, o
más bien la ajustaba a lo que ahora veían sus ojos. El brillo dorado era permanente,
solo que ahora no era un destello, ni una luz.
Paul no podía creer lo que estaba presenciando. Vio el suelo de madera,
no entendía por qué su apariencia era igual y a la vez distinta. La textura de
madera seguía ahí, pero el material era diferente, era un dorado cromado excesivamente
brillante y hermoso, como oro sólido y puro.
Cuando alzó la vista, se dio cuenta que toda la habitación de Madame Katharina
de Vrass era igual. Las paredes, el techo, la cama, el escritorio, las maletas
y hasta las luces del techo… todo lucía un brillante color oro fulminante.
Desconcertado, Paul se miró las manos, revisaba su cuerpo con nerviosismo.
La desesperada voz de la dama a su lado lo atajó de golpe a la realidad. Algo
mucho más grave le helaría la piel.
Cuando vio a la mujer, una ráfaga fría le recorrió la espalda como una
descarga eléctrica que lo paralizó. El simpático niño que curioseó con él,
estaba ahí, inmóvil, quieto, ausente aun con su presencia física intacta.
Khatarina de Vrass sollozaba tocando a su pequeño hijo, pero la sensación
fría en sus manos al tocarlo le indicaba lo peor.
El periodista dejó caer la cámara de entre sus manos, el aparato rebotó
en el aire sostenido por la cinta colgada al cuello de Paul. Él se acercó al
chiquillo, el pequeño Cori con su actitud curiosa y jovial, portando su abrigo
y gorrito de Navidad, estaba frente a ellos convertido en una hermosísima
estatua de oro puro.
Aquella metamorfosis alquímica había preservado la expresión del niño,
incluso mejor que una fotografía. Un niño de oro, al igual que el resto de las
cosas en esa habitación y probablemente en todo el Expreso Norte.
―Sr. Strauss… ¿Qué es lo que ve? ¿Qué le ocurrió a mi
Cori? ―cuestionaba la mujer,
tocando el rostro de su niño, dibujando el rostro al rozar sus facciones.
―Madre Santa ―dijo Paul, desbordando inquietud―. Todo… todo cambió… Madame, no lo toque más, no sabemos que pueda pasarnos
a nosotros. ―La cogió del brazo y la
levantó del suelo, acercándola a su cuerpo.
―¿Qué ha pasado, Sr. Strauss? ¿Qué es lo que ve? ―volvió a preguntar.
―¿Qué es lo que veo? ―preguntó incrédulo.
Al verla directamente a la cara, el dorado se reflejó en los lentes de
sol de la mujer y Paul comprendió a lo que Khatatina de Vrass se enfrentaba.
―Madame de Vrass, ¿usted es ciega? ―preguntó desconcertado y le soltó los brazos.
―Sufro de un severísimo caso de glaucoma, mi visión periférica
se redujo hasta un punto que lo poco que puedo percibir es inentendible para mi
vista… ya hasta incluso no puedo distinguir los colores, solo veo sombras en
movimiento ―explicó sudando, se
ajustó los lentes para que el sudor no los resbalara por su nariz―. ¿Qué acaba de suceder, Sr. Strauss? ¿Qué le
ocurrió a mi hijo? ―preguntó una tercera
vez.
Paul respiró con más calma, intentando transmitirle un poco de seguridad
a la nerviosa dama frente a él. Dudaba mucho que lo hiciera, una madre
preocupada por la vida de su hijo no se comparaba ni en lo más mínimo, a las
circunstancias que surcaban la cabeza de un simple periodista en el lugar menos
indicado.
―Debe calmarse, Madame de Vrass ―dijo sobándole los hombros, de pie la mujer se veía
más bajita―. Khatarina, por favor ―pronunció su nombre para calmarla―. Yo también estoy desconcertado, cada vestigio de
este vagón y probablemente de todo el expreso, se ha convertido en oro sólido,
como por arte de magia. Incluyendo al pequeño Cori ―resaltó, llevándose una mano a la frente, secándose
el sudor.
―¿Qué me está diciendo? ―Se sintió ofendida y fue de nuevo a tocar a su hijo.
El tacto de la mujer redibujó en su cabeza la figura de su hijo, tocó el
gorro de Navidad, el rostro del niño hasta su cuello, sintiendo todas las texturas.
―¿Mi hijo es una estatua de oro? ―preguntó, pero sonó más como una afirmación.
La mano de Paul tocó el hombro de la dama consolándola.
―Nosotros no somos estatuas ―razonó la mujer, levantando su mano ante sus ojos,
como si pudiese verla―. ¿Por qué? ―Se preguntó.
En ese instante, algunos gritos de auxilio y estupor, resonaron en el Expreso
Norte.
―Parece que no fuimos los únicos ―asumió Paul.
Se dirigió a la puerta, abriéndola de par en par.
―Por favor, Sr. Strauss. Mi bastón, está en la mesa. ―Le pidió Khatarina.
De inmediato vio un cilindro desplegable en la mesa, cuando lo cogió,
percibió que era bastante pesado. Todos los demás objetos en la mesa también,
un par de libros y plumas de oro, con un peso equivalente a su valor.
―¿Está segura que puede caminar bien con esto? ¿Es
demasiado pesado? ―Se preocupó.
―Descuide, Sr. Strauss ―dijo probando el bastón, alargándolo hasta el suelo―. Quiero saber qué le pasó a mi niño. ―La expresión de su rostro se tornó enojada.
En el pasillo, el brillo del oro resplandecía refractando la luz del sol
que se colaba por el ventanal a lo largo del tren. Los gritos de angustia
resonaban en el aire, el chirrido del expreso norte aumentaba en crescendo.
―¿Qué es ese sonido? ―preguntó Khatarina.
―El expreso entero se ha convertido en oro,
probablemente sea muy pesado para las vías del tren ―razonaba Paul.
De igual manera, el sonido vino acompañado de un temblor, el expreso se
tambaleaba en las vías dificultando estar de pie en el pasillo. Madame de Vrass
cogió del brazo a Paul.
Algunas personas salieron al pasillo al igual que ellos, llorando y con
la desesperación ignorante en sus rostros. Nadie sabía que ocurría.
A lo lejos, al final del pasillo, Paul vio al viejo Alphonse Gillman. El
anciano sudaba a cántaros y se secaba la frente con un pañuelo.
―¡Señor Gillman! ―Le gritó Paul y le hizo señas para que se acercase.
Cuando el anciano se aproximó, le estrechó el antebrazo a Paul, parecía
que el Sr. Gillman no había podido hablar con nadie en medio de tanto miedo.
―¿Está usted bien, Sr. Gillman? ¿Viaja solo? ―preguntaba el periodista.
―Sí, sí… pero la gente en los vagones ―tartamudeó―. ¿Qué clase de maldita brujería alquímica es esta? ―pronunció con enojo―. Disculpe mis palabras, Madame. ―Se dirigió a Khatarina.
―No sé exactamente qué pasó, pero sí creo saber qué
pudo haber originado este fenómeno ―agregó Paul, sosteniéndose del pasamanos del pasillo.
―Fue aquella luz, ¿no es cierto? Esa que vimos por la
ventana ―recordaba el anciano.
―Mi hijo Cori dijo algo de una luz, él también vio
algo extraño volando por la ventana ―agregó Khatarina que no soltaba el brazo de Paul.
―Aquellos que vieron la luz dorada, fueron víctimas
de esta maldición de oro junto con el Expreso Norte ―dedujo Paul, tornando su voz en un tono más grave y
serio.
―Pero nosotros también la vimos, Sr. Strauss ―contradijo el anciano.
―Pero no del todo, Sr. Gilman ―dijo, levantando la cámara que llevaba colgada del
cuello―. Fuimos salvados por
fortuitas coincidencias; usted mencionó que la luz de su lámpara rebotó en su
medalla de oro y le aturdió la vista. ―El anciano asintió recordando en su cabeza―. Yo estaba probando mi cámara y justo en ese momento tomé una fotografía
con el flash activado, no vi la luz dorada en su esplendor tampoco ―puso la cámara en sus ojos imitándose a sí mismo.― Y por otro lado, Madame de Vrass… ―no completó la frase.
La mujer se alzó de hombros, señalando los lentes de sol con su bastón.
Alphonse Gillman entendió la seña.
―Es la primera vez que este desgraciado glaucoma me
salva de algo ―mencionó Khatarina en
voz baja.
Otro fuerte tambaleo del tren casi los tumba al suelo, una curva en las vías
los empujaba.
―Las demás personas se han salvado por coincidencias
similares. Quizá alguien vio algo que nos pueda ayudar a romper esta maldición
o revertirla ―decía Alphonse moviendo
las manos con rapidez.
―Me temo que tendremos que dejar esa tarea para
después, Sr. Gillman ―dijo Paul tajante, el
anciano se calló de golpe, esperando escuchar al periodista―. La siguiente estación es en Villa Crosstir ―apretó los dientes al pronunciarlo.
―Madre Santa, no… ―El anciano se quitó el sombrero y empezó a sudar más.
―¿Qué pasa con Villa Crosstir? ―preguntó Khatarina, percibiendo el nerviosismo de
sus acompañantes.
―Hay que cruzar un puente para llegar allí. No estoy
seguro si pueda soportar el peso del Expreso Norte de esta manera ―explicaba Paul, mirando el pasillo, todo el
esplendor dorado le devolvía la vista.
―Entonces hay que ir a la locomotora y decirle al maquinista
que use el freno de emergencia ―concluyó Khatarina, zarandeando a Paul del brazo.
―O sino, tendremos que para el tren nosotros ―concluyó Paul tragando saliva, sin dejar de ver el
pasillo.
Cruzando el pasillo dorado, los tres juntos sin separarse, Alphonse
Gillman guiándolos y Khatarina de Vrass tomando a Paul del brazo, se
encaminaron al trote hacia la locomotora.
De camino por los vagones, escuchaban los lamentos de las personas
afortunadas que habían corrido con la suerte de no ver el resplandor al igual que
ellos. La mayoría de las personas en el Expreso Norte estaban convertidas en
estatuas de oro. Era increíble como cada detalle del tren se había tornado en
oro, cada milímetro de punta a punta, sin dejar ni un rastro de su antiguo
material. A Paul le preocupaba las condiciones de los rieles y las ruedas del tren,
seguramente se seguía moviendo por la inercia de la velocidad, rezaba porque se
detuviera por sí solos, antes de que llegaran al puente.
De repente, entre tanto se acercaban más al último vagón, una espesa y
densa sensación de peso los arropaba alrededor. Su caminar se volvía lento y pesado,
molesto y cansado, como si una manta invisible de plomo los estuviese arropando.
El agarre de Madame de Vrass en el brazo de Paul se aligeró, pero el peso
de la señorita aumentaba. Los pasos de los tres eran más lentos y jadeantes.
―Me siento muy cansada… ―mencionó Khatarina, hipando la voz.
―¿Usted también, Madame? ―preguntó el anciano―. Pensé que eran cosas de mi edad. ―Se secaba el sudor de la frente con un pañuelo.
Paul tomó la mano de Madame de Vrass y la guió para que tomara el brazo
del señor Gillman. Con ambas manos se palpó la cara con fuerza, dejándose los
cachetes rojos para despertarse. Caminó con rápidos pasos hasta la última puerta,
forcejeó el manubrio de oro y poco a poco fue abriendo la gruesa puerta que alguna
vez fue de hierro.
Le pareció increíblemente pesada, no sabía si era por su misteriosa falta
de fuerza o por el mismo material dorado. Lo cierto fue que, ―a duras penas―, pudo abrir la puerta. Una ráfaga de viento casi los tumba al suelo,
seguramente alguna ventana estaba abierta en la locomotora. Por suerte estaban
abrigados, pero el viento los empujaba dificultándose más el acceso.
Una luz dorada intermitente resplandecía al fondo de la sala de máquinas.
Paul pensó que probablemente era el resplandor del fuego que avivaba el motor,
pero no hacía calor y la luz era de un tono más dorado que el normal rojo anaranjado
del fuego.
Cuando Paul se asomó, la voz de un desesperado hombre lo detuvo.
―¡No entres! ―gritó el sujeto―. ¡Váyanse de aquí! ―vociferaba con desesperación.
El señor Gillman y Madame de Vrass también se habían asomado desde el
borde de la puerta, y a pesar de que la señorita carecía de vista, la presencia
del hombre que les advertía cuidado, pasó desapercibido al sentir algo extraordinario
que estaba presente en la sala de máquinas.
Ante ellos, el dorado que resplandecía la luz, provenía de una fuente
peculiar fuera de su comprensión. Una especie de esfera flotante, ―del tamaño de un hombre―, levitando frente a ellos.
Paul discernía que esa esfera también estaba hecha de oro, pero al
mirarla con más detalle, su mirada se perdía en la inmensidad de su reflejo. Su
material parecía una mezcla de oro y cristal, como si fuera un diamante dorado.
Pero al sumergir más la vista, una galaxia espacial se reflejaba en su
interior, como si el mismísimo universo estuviese atrapado en esa esfera cósmica.
―Madre de Dios… ¿Qué es eso? ―preguntó el Sr. Gillman.
El reportero no tenía respuesta ante tal enigma, pero algo sí sabía. Esa
presencia había sido culpable de la transmutación dorada, además… eso que
veían, se sentía con vida, más que una cosa, era un algo, un ser, un ente fuera
su comprensión.
―¡Nos va a matar! ―volvió a gritar el nombre.
Esta vez, la atención del cuarto giró ante el grito. Aquel hombre estaba
tirado en el suelo, arrecostado en la pared. Era el ayudante del maquinista,
tenía la nariz llena de carbón. A pesar de que su torso estaba intacto, más de
la mitad de sus piernas estaban convertidas en oro, la transformación lo
consumía a medias.
Una punzada de advertencia le recorrió la espina dorsal a Paul. ¿Por qué
ese hombre no se había transformado por completo?
―Esa no es una pregunta ―resonó una profunda y gruesa voz en sus cabezas.
Aquellas palabras retumbaron en sus mentes como un eco infinito que se
repetía rebotando en las paredes de sus cabezas. Una voz dual, como si
escuchasen a un hombre y una mujer a la vez.
No hubo respuesta por parte de nadie, pero los presentes entendieron de
inmediato que esa misteriosa voz milenaria, provenía de esa enigmática esfera
de cristal dorado.
―No me mates ―suplicaba el ayudante de maquinista.
La metamorfosis dorada de su cuerpo subía hasta su torso. Paul también
notó que una mano del hombre comenzaba a cambiar, la punta de sus dedos se
tornaba de un brillante oro.
―Exijo saber, ¿Qué está pasando aquí? ―pronunció Paul, postrando su voz en un tono profundo
y serio, quería dar una impresión soberbia.
Un destello de la esfera captó la atención de su vista, una manera magnética
de atraerlo inconscientemente.
―Un humano con preguntas ―pronunció la voz en sus cabezas―. Adelante, acércate. ―Esta vez notaron que la voz provenía de la esfera.
Paul giró la mirada hacía el ayudante de maquinista, que negaba con la
cabeza advirtiéndole la periodista. Un voto de confianza le dio ánimos cuando,
el Señor Gillman y Madame de Vrass se posaron detrás de él tocándole la espalda
como un apoyo emocional.
―Responderé tu primera pregunta, Paul Strauss ―dijo la esfera―. Esto es un evento de recolección, una recopilación de datos e
información para el intelecto y el conocimiento sobre la raza humana ―hablaba de manera serena y taimada―. Es la séptima etapa del evento, conocimiento banal
sin especificaciones. Datos al azar, investigación aleatoria del comportamiento
humano en diferentes entornos; hoy un expreso con destino a la estación Vía
Blanca en el Reino Ulteas ―finalizó.
El silenció reino por unos cuantos segundos, solo sonaba el sonido de la locomotora
y el viento soplando por las ventanas, acompañado de ventarrones de nieve colándose
con el frío.
―No esclareces nuestras dudas. No entendimos nada de
lo que dices, criatura del abismo ―espetó Alphonse Gillman, forzando la voz con un enojo razonable.
―Esa no fue una pregunta ―sentenció la esfera.
El Señor Gillman se sintió pésimo y pesado, le apretó el hombro a Paul
con mucha fuerza. Al girar, el periodista percibió la fatiga del anciano, el
Señor Gillman miraba sus pies con una palidez desconcertante y
desesperanzadora.
Desde la plata de sus zapatos, hasta un poco más arriba del talón, los
pies de este veterano de guerra brillaban con el característico resplandor
dorado que adornaba cada centímetro del Expreso Norte.
―Esa cosa ―pronunció Alphonse en voz baja.
Paul volvió a mirar al hombre semitransformado en el suelo. El sujeto
lagrimeaba, le hacía señas para que no hablaran y trataran de huir.
―¿Qué ocurrió, Sr. Gillman? ―cuestionó Khatarina, captando el malestar del
anciano.
La voz de la esfera respondió ante ella.
―Alphonse Gillman cuestionó mi respuesta y no hizo
una pregunta ―explicó la esfera―. Puedo responder cualquier enigma, más mi deber no
es explicar su significado si una mente ignorante humana no puede comprenderla,
Khatarina de Vrass ―finalizó.
Se miraron unos a otros, intentando discernir qué hacer a continuación.
Paul levantó la mano para entablar conversación.
―¿Quién eres? ¿Cómo sabes nuestros nombres? ―preguntó Paul con algo de miedo.
―Esas fueron dos preguntas. ―Hubo un tono molesto en su voz.
De la misma manera, un escalofrío sepulcral surgió desde el suelo hasta
los pies de Paul. No era un frío como el que se colaba por las ventanas, era
una brisa fantasmal que se le metía por los huesos, le paralizaba la sangre,
los músculos y la piel. En un abrir y cerrar de ojos, los pies, los calcetines
y zapatos de Paul habían cambiado su estructura a las del oro puro.
―¿Cómo debemos hablarte y preguntar? ―intervino Khaterina con velocidad.
A pesar de no haber visto lo que le ocurría a Paul, percibía la angustia
en su quejido asustadizo.
―Una pregunta a la vez por persona ―respondió la esfera.
―¿Quién eres? ―volvió a cuestionar Paul, le costaba moverse, sus pies pesaban como
plomo.
―Mi mera existencia carece de significado o nombre, no
soy un quién, ni un qué. No estoy vivo, ni muerto, solo existo ―hablaba la esfera―. Soy información, soy datos y memorias, soy pensamientos, soy idiomas,
soy palabras, letras y música. Soy el saber, que nunca deja de aprender ―finalizó.
Khatarina dio un paso adelante, la presencia de la esfera afectaba menos
a la dama, por su falta de visión.
―¿Qué le hiciste a los pasajeros y al tren? ―preguntó Khatarina, su voz casi se quiebra.
Era una pregunta valida e importante. Sin embargo, Paul quería saber más,
un ser enigmático y de gran conocimiento frente a ellos, con la capacidad de
responder cualquier cosa, era una oportunidad que solo se presentaba una vez en
la vida. Ante ellos se encontraban las respuestas a los enigmas más transcendentales
de la existencia y quizá esa esfera podría responderlos. Pero entendía la
pregunta y posición de Madame de Vrass, ella quería salvar a su pequeño hijo.
―Los puse en un estado cristalizado de hibernación ―respondió la esfera.
―¿Cuál es el propósito de hacerles eso? ―preguntó Paul.
―Para protegerlos de cualquier daño, mientras
extraigo toda la información útil de sus mentes ―concluía.
―¿Para qué y por qué? ―Esta vez habló Alphonse.
―Esas fueron dos preguntas ―dijo la esfera con enojo.
De cierto modo era verdad, una pregunta larga que formulada en dos partes
era captaba como dos cuestiones por separado. Las reglas del ser esférico eran en
extremo específicas y sin restricciones.
―Maldita sea ―pronunció al anciano Alphonse en voz baja.
La metamorfosis de oro subía por sus piernas, cubriéndole un poco más
arriba de las rodillas.
Alzando la mano, como si estuviese en una clase en el colegio. Paul se
atrevió a preguntar.
―¿Cuál es tu intención para cristalizarlos? ―cuestionó Paul.
―Esa pregunta fue respondida anteriormente ―respondió la esfera, su voz fue ladina, sin enojo.
Las piernas de Paul temblaron al sentir la transformación dorada. A pesar
de eso, cuando el oro subía cubriéndole, no creció tanto como lo había hecho
con el Señor Alphonse Gillman.
―No es just… ―Paul iba a quejarse cuando fue interrumpido.
―Más una pregunta, es una pregunta ―recalcó la esfera―. La cristalización me permite indagar en las mentes ajenas sin hacerles
daño. Extraigo la información que preciso y al mismo tiempo, su dura capa los
protege del daño exterior que puedan recibir en su estado de letargia ―alargó su respuesta complaciendo a Paul.
No estaban conformes con esa respuesta, era algo que fácilmente podrían
haber deducido tras escuchar la primera explicación.
―¿Qué estás buscando exactamente? ―preguntó el anciano Alphonse, cuidando cada palabra
para no volver a cometer un error.
―Conocimiento ―respondió la esfera―. Mi existencia se basa
en conocimiento, existo para saber y responder. Busco más preguntas y más
respuestas ―concluyó.
Unos pasos débiles se acercaron más a la esfera que flotaba. Madame Khatarina
de Vrass trató de discernir con su nula visión, qué era exactamente lo que
estaba frente a ella.
―¿Vas a devolverlos a todos a la normalidad cuando
consigas ese conocimiento que buscas? ―preguntó averiguando una pizca de consuelo.
―No ―respondió sin tapujos―. Ese es el precio que hay que pagar, por formar parte de la enciclopedia
universal galáctica en mi memoria ―entabló alzando su brillo.
Las manos le temblaron a Khatarina de Vrass. Eso significaba que no
volvería a escuchar la voz de su pequeño Cori. Con rabia en su semblante,
apretando la mandíbula hasta el punto de dolerle, Madame de Vrass se inclinó
sacándose las zapatillas con tacones. Y sin saber si apuntaba en concreto al
ser frente a ella, le arrojó el calzado con una fuerza descomunal que ni ella
misma sabía que poseía.
El tacón rebotó en la superficie de oro y cristal de la esfera. El ser ni
se inmutó.
―¡Es injusto! ―Le gritó Khatarina―. Mi hijo Cori no quiso
ser parte de tu maldito experimento… ―El cabello se le había alborotado y varios mechones finos le colgaban en
la cara―. Devuel… ―En un instante dejó de hablar.
En menos de un segundo, un destello parpadeante de luz dorada la había
convertido en otra estatua de oro antes de que arrojara su otro calzado.
Paul quiso intervenir, pero el Señor Gillman lo cogió del brazo, cerrando
los ojos con un lamento enorme y desconsolador.
―No podemos hacer nada ―dijo en voz baja.
―Debe haber una forma de ganarle en su propio juego ―respondió Paul en el mismo tono de voz.
El ente cósmico seguía flotando sin decir una palabra, esperando
preguntas. Adsorbía la información de los pasajeros, colectando cada
pensamiento íntimo y recóndito.
―¿Existe la posibilidad de que todos vuelvan a la
normalidad?―cuestionó Paul, mirando
fijamente a la esfera.
―Puedo deshacer la cristalización de hibernación ―confesó―. Sin embargo, ¿De qué serviría dejarlos tal y como estaban antes? No
podré saber que menté he leído ya ―afirmó con un atisbo de duda.
―Que extraño, pensé que tenías buena memoria ―contestó Paul automáticamente, olvidó que no era una
pregunta.
Pese a eso, no ocurrió nada. Su transformación de oro seguía estancada.
―¡Mi memoria es infinita, Paul Strauss! ―vociferó―. Recorro el cosmos, visitando civilizaciones y planetas, dimensiones y
multiversos, diferentes planos y tiempos. Y en todos lados, dejo mi marca para
saber que ya estuve ahí y que no queda nada nuevo que recolectar ―planteó con enojo.
―Entonces eres un ignorante y tonto. No dejas la ventana
abierta a nuevas posibilidades de aprendizaje, ¿Cómo pretendes aprenderlo todo,
si no dejas que los demás seres vivos sigan viviendo para hacerse preguntas,
crear, educarse e investigar? ―Paul planteaba una forma de desconcertar al ser.
No hubo una respuesta inmediata. Paul percibía que quizá su plan
funcionaba, desorientarlo causaba fugaces cambios de humor que no le permitían la
facultad de dominarlos con su cristalización dorada.
―Eventualmente ocurrirá ―respondió dubitativo―. En algún punto del tiempo, alguna raza y civilización llegará al
conocimiento que preciso. Y yo llegaré para reclamarlo ―alzaba la voz, imponiendo su autoridad.
Los presentes sintieron un hilo de escalofrío subiéndole por la médula
espinal. Paul era un buen periodista, conocido por hacer las preguntas
adecuadas en los momentos adecuados. Hasta ahora la conversación iba bastante
bien, dominando cierto terreno del juego, pero no sabía qué más preguntar. ¿Qué
cosas podrían desviar a ese ente para que perdiera la compostura y los dejara en
paz?
Le temblaba el cuerpo, no solo por tener casi la mitad de las piernas
convertidas en oro macizo, sino también por el miedo a perder. El abomínale
frío que entraba por las ventanas de la locomotora, tampoco lo ayudaba a pensar
con rapidez.
De igual forma, el Sr. Gillman sudaba a cántaros, gotas de sudor tan
frías como los copos de hielo que chocaban contra ellos.
Paul hizo un recorrido por la sala, vio la maquinaria funcionando, contaban
con poco tiempo para detener el tren, si bien a esas alturas era la menor de
sus preocupaciones. El ayudante de maquinista seguía sollozando en el suelo,
había comprendido que no hablar era la mejor manera de sobrevivir. Y más en el
fondo, Paul captó otra figura de oro, además de la reciente estatura de Khatarina
de Vrass, del otro lado estaba un hombre, el auténtico maquinista del Expreso
Norte. Un sujeto mayor bien vestido de uniforme, estático en su última pose
dando alguna orden a su ayudante.
¿Qué podría hacer? ¿Qué debía preguntar o decir para que ese ente cósmico
dejara su interés a un lado y se marchara?
En su mente, repasaba antiguas entrevistas que había hecho en su vida, preguntas
formuladas para conseguir una primicia, hacer resbalar a un político corrupto,
salvar una rueda de prensa o a un colega periodista atrapado en un embrollo o
una posible polémica.
Necesitaba una de esas preguntas como un dardo en la frente. Una vez
entrevistando a un famoso beisbolista que se había pasado de tragos en una
fiesta. Paul vio una brecha de astucia en su mente para contraatacarlo; el tipo
insistía en llevarse a una de las periodistas, haciéndole comentarios obscenos
al oído. Y no fue hasta que Paul recordó una pista que le habían dado, ―posiblemente aquel deportista tenía un hijo bastardo
quién sabe dónde―, que pudo intervenir. Entonces
el sujeto se asustó, arrugó la cara sudando como en una sauna y tras soltar a
la chica, salió del salón para no presentarse más públicamente a excepción de
los juegos de baseball.
Eso era lo que precisaban en ese momento, la pregunta adecuada para que
la vergüenza y la pena se manifestara en esa esfera de cristal dorado. Un ser
que se jactaba de ser tan sabio se vería desboronado ante un bochorno y quizá,
solo quizá con eso, podría irse de ahí y llevarse su maldición dorada consigo. Pero…
¿cómo descubría su debilidad? ¿Cómo revelaría el punto frágil de un ser de
inteligencia casi omnipotente?
Entonces la respuesta llegó a su mente de manera obvia… ¿Y si se lo
preguntaba?
―¿Cuál es tu punto débil? ―preguntó Paul, le temblaba la mandíbula.
―Mi mayor defecto es que tengo buena memoria ―respondió el ente, con orgullo y tenacidad―. Lo sé todo, conozco los sentidos, las formas, los
elementos, los modos y la historia. Mi nacimiento surgió cuando hubo el primer
pensamiento, ergo, no existe debilidad como tal ante una mente con todas las
respuestas ―declaró con una
sentencia que casi hacía callar a Paul.
―Eso quiere decir que eres omniconsciente ―confirmaba olvidando hacer una pregunta, sin embargo,
el halago funcionaba igual que un insulto y la maldición dorada no le afectó de
nuevo a Paul―. Sabrías responder las
preguntas más enigmáticas del universo mismo, el origen de la vida y su
significado, el sentido de existir, del amor y el odio… Pero… ―Fue aquí donde una chispa de astucia iluminó a Paul
con la pregunta definitiva―. ¿Sabes lo que se siente, no saber nada? ¿Pecar en la completa
ignorancia sin conocer respuesta alguna? ―En un momento Paul se asustó mordiéndose le labio, esa formulación había
sonado como dos preguntas.
Pese a eso, un silencio sepulcral se adueñó de la sala. El viento se puso
en contra y las ventanas de la locomotora se cerraron de golpe.
¿Qué había pasado? ¿Estaba pensando?
Un particular sonido se escuchó en el aire, como un cristal rompiéndose o
un vidrio astillándose.
Los hombres enfocaron su mirada en la esfera dorada que flotaba ante
ellos. El ente cósmico tenía una grieta de arriba a abajo, una brecha que dejó
caer un pedazo de su extraña estructura de cristal dorado formado por estrellas
del cosmos.
La esfera empezó a brillar con dificultosos destellos de luz, vibraba en
una frecuencia tan extraña que los ojos humanos del ayudante del maquinista, el
Sr. Gillman y Paul podían verla con claridad.
Una distorsión visual se manifestaba alrededor del ente, su constante
meneo en su mismo eje, se tornaba escalofriante y perturbador. Como si la
esfera se volviese transparente y solida al mismo tiempo, pero a su vez, se
desquebrajaba rompiendo su propia superficie.
De repente, un gritó desgarrador casi les rompe los tímpanos a los
presentes. Una voz turbia resonó con dolorosos quejidos, ocasionando temblores
en el suelo, como si el Expreso Norte fuera a descarrilarse.
¿Es qué lo había logrado? Se preguntaba Paul Strauss. Una simple pregunta
existencial, de cierta manera tonta y banal, había desquebrajado una mente
perfecta… o que creía serlo.
La verdadera pregunta era: ¿estarían ellos a salvo?
El incómodo movimiento de distorsión a esas alturas ya no se sentía como
un temblor o un terremoto. Más bien parecía una anomalía gravitatoria, a pesar
de seguir pegados al suelo, pesados debido a su semi-transformación a estatuas
de oro, sentían como si estuviesen flotando en un mar de estrellas que destellaban
desde la criatura esférica que se quejaba adolorida y frustrada.
Volvían las náuseas, sensaciones fatigosas que les hacían palpitar la
sien, le vibraban los huesos y hasta sentían ganas de orinar.
La esfera del espacio se resquebrajaba más y más. Parecía un huevo roto,
con grietas donde se asomaba nada más que la nada espacial; unas pequeñas grietas
en una pared cósmica que daba vista a la inmensidad del infinito espacio. Mirar
el vacío de su oscuridad podrían consumirlos si lo observaban por mucho tiempo.
Con cada quiebre que la esfera sufría y agonizaba, ni una sola pieza de
su cascarón caía al suelo. La misma inmensidad dentro de su ser la absorbía y
asimilaba, como un agujero negro recuperando o alimentándose del universo. Lo
que había sido antes una esfera perfecta, ahora no era más que pedazos de
cristal tratando de ser algo oblicuo.
El ente cósmico asumía su derrota, su voz se apagaban en un silencioso
quejido que se perdía como un eco. El agujero espacial que absorbía todo estaba
a punto de terminar de comerse el cascaron vacío de la esfera.
Entonces, en medio de la conmoción y terror, sin dejar de mirar lo que
pasaba frente a sus ojos, Paul se dio cuenta que se sentía más ligero. Sus
piernas ya no eran del sólido oro que pesaba como plomo. El dorado desaparecía
flotando en el aire como si fuesen retazos de pintura vieja que se caía de las
paredes.
El suelo, el techo y las paredes del Expreso Norte se corroían también. Telares
dorados se soltaban como serpientes de oro que flotaban hacia el agujero
espacial que devoraba todo lo antinatural que no pertenecía a ellos en la
Tierra.
¡Lo había logrado! Paul se reía con ironía, pensar tantas cosas en su
cabeza y una simple pregunta tonta les había salvado la vida. El maquinista del
fondo y Madame Khatarina de Vrass, volvían a sus formas humanas naturales.
Inmutado por la mezcla de alegría y desesperación. Paul había olvidado
que una cámara fotográfica colgaba de su cuello… Era inimaginable pensar tan
solo en fotografía a aquella esfera extraterrestre, pero, ¿y ahora?
Paul cogió la cámara con ambas manos, la posó sobre su rostro visualizando
la última escena del ente espacial a través del lente. Y conteniendo la
respiración, viendo un océano de estrellas en un espiral que se comía los
restos de una esfera de cristal y pedazos de cascaras doradas que parecían
estelas o hilos… apretó el botón del disparador, tomando la más espectacular e
increíble fotografía jamás hecha en el mundo, y por ende, la imagen más surreal
y verdadera que el periodista Paul Strauss jamás pensó en captar.
Cuando el curso de la realidad volvió a la normalidad, se miraron unos a
otros con el desconcertado alivio de haber vivido. El Sr, Gillman se acercó a
peso lento a Paul, alzó la mano para darle un apretón, pero al último momento,
su alegría lo venció y le soltó un fuerte abrazo que casi le hace crujir la espalda
al periodista.
―Usted es un hombre muy astuto, Sr. Strauss ―dijo Alphonse, con una lágrima de felicidad que no
quería derramar―. No deje de pensar de
esa manera, eso fue lo que nos salvó a todos. Salvó nuestra Navidad. ―Se echó a reír de manera nerviosa y aliviada.
Un chillido agudo provino de Madame Khatarina de Vrass, los hombres
voltearon a verla. La mujer estaba arrodillada en el suelo, posando las manos frente
a su rostro, temblaba como si aquella cosa espacial todavía estuviese con
ellos. Paul y el Sr. Gillman la ayudaron a levantarse, inclusive el ayudante de
maquinista se aproximó, estaba hablando con el maquinista.
―Esta todo bien ahora, Madame ―explicaba Alphonse.
―Esa cosa se fue, estamos seguros ―mencionaba Paul.
―No lo entienden ―seguía diciendo Khatarina, sin dejar de verse las manos.
Luego giró y observó a Paul, la expresión de la mujer tenía otro
semblante, su mirada no era tan fija y recta como antes, sus ojos se veían más
vivos y profundos. Casi como el mismo brillo estelar que vieron antes en el interior
del ente.
Madame de Vrass sostuvo el rostro de Paul con ambas manos, le sonrió de
una manera tan hermosa y cálida, que el periodista hasta pudo haberse enamorado
de ella en ese instante.
―Puedo ver, Sr. Strauss ―dijo con suma alegría―. ¡Puedo ver! ―gritó emocionada―. Mi hijo ―soltó a Paul y salió corriendo por la puerta.
Ambos hombres cruzaron miradas, atónitos. ¿Eso había sido un milagro o
más bien una especie de recompensa por haber vencido al ser espacial?
Nunca lo supieron con certeza.
Tras hablar con el maquinista del Expreso Norte y corroborar que no había
ninguna pisca de vestigio dorado en los vagones del tren y la locomotora,
acordaron no mencionar el extraño incidente a las autoridades.
Sin embargo, Paul era en extremo curioso. Se tomó la molestia de
entrevistar a varios de los pasajeros, ―incluso el Sr. Gillman lo acompañó―. Sus sospechas eran ciertas, los pasajeros anteriormente malditos como
estatuas de oro, presentaban mejoras en sus presencias, inclusive un atisbo de
más inteligencia.
No solo Madame de Vrass había recuperado la vista, los otros pasajeros se
habían curado también de enfermedades mortales, gripes comunes o torceduras y
raspones. Lo que más les había llamado la atención era un anciano que decía
recordar cosas de su pasado, que jamás pensó que hubiesen pasado, pero que
ahora podía acceder en su cabeza como si fuera un libro abierto. También, el pequeño
hijo de Madame de Vrass, el niño Cori hablaba de manera más distintiva y
cordial, ―más sabia diría Paul―. Se expresaba con un tono mucho más inteligente y
casual, muy diferente al Cori con el que había hablando hace varias horas, algo
poco común en tan solo un niño de 8 años.
Sin duda alguna, la desaparición del ente había generado una especie de milagro colectivo. Paul deducía que parte de su inteligencia se había colado en aquellos convertidos en oro, pero era solo una teoría. Por ahora, tenía una premisa inédita en la palma de su mano, el misterioso milagro del Expreso Norte, una noticia que seguro captaría más la atención que una simple convención navideña a la que se dirigía desde un principio. Y esperaba que por el resto de su vida, aquel extraño ser, no se presentara de nuevo, para responder su última pregunta.
FIN
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