Hola mis Criaturas Literarias, esta vez no vengo a traerles una feliz navidad, porque este cuento de terror navideño les dejará un mal presentimiento en sus pescuezos
(Bueno está bien.. feliz Navidad)
Suspenso y Terror Navideño.
Las notas de ese jazz sensual, fomentaban el ambiente
en el aire. Esa música sublime que hace que las cosas más hermosas pasen. El
saxo excelso que, nunca imprudente saboreaba el exceso que algarabías sensuales,
y que aplaudían el claustro final de una pieza exótica y navideña.
Pedía más música, más melodías de alegría y pasión…
pero la oscura y tenue sala de bar, no alumbraba del todo aquel saxofonista
amateur pero excepcional. El moreno Víctor Baund, sudaba a cantaros dentro de su
oscuro traje formal, diseñado con rayas purpuras perfectamente alineadas. Le
había costado conseguir un diseño que le gustaba, Baund era muy quisquilloso
con su vestimenta, desde la punta de sus pies, hasta el tope de su cabeza. Un pequeño
sombrero pompin, reposaba en una silla a pocos centímetros de su persona, al
lado de un vaso alto, lleno de agua fresca.
A Baund no le importaba su sudor, las gotas se irían
al final del concierto, pero temía que se le secara la garganta. En cada pausa,
sorbía tragos cortos de agua y se ajustaba la corbata. Veía los ojos brillantes
de las personas, el éxtasis que producían las notas musicales, desde su
garganta, hacia el instrumento que había amado toda su vida. Ese saxo dorado:
ilustre, brillante y despampanante.
Volvía a acomodarse la corbata, le apretaba mucho el
cuello, pero Baund sabía que no podía quitársela. El éxito de esa noche era
producto de la magia decembrina que esa pieza de ropa le otorgaba. Su prenda de
buena suerte, su arma secreta, su pata de conejo en forma de tela… o eso
pensaba él.
El cuello le apretaba cada vez más. Con cada
concluyente canción, el nudo de la corbata se ajustaba. Más pronto que tarde,
el pescuezo de Baund se contraía a un punto deforme, pero las notas de jazz
seguían fluyendo como una magia extraña de ultratumba. La gente hipnotizada no
notaba la extraña particularidad del músico frente a sus ojos. Las melodías
eran tan perfectas y galantes que, entre vinos y comida, no detallaban el
sufrimiento del músico en el escenario.
Pero Baund no quería parar de tocar. La garganta se le
secó, no quiso reposar para hidratar su tráquea y las cuerdas vocales. El aire
soplaba con fuerza para alimentar el motor del instrumento, no pararía de tocar
hasta terminar el concierto. Los ojos de Baund comenzaban a desfallecer, la
vista se le nublaba y unas pequeñas gotas de sangre se asomaban por su nariz.
La corbata lo estaba matando, no era
una corbata común y Baund lo sabía. Tenía una textura extraña: suave,
aterciopelada y algunas veces un poco áspera. Baund juraba que la había visto
sudar; no humedecerse, como algunos objetos cuando se exponen al frío. Esa
corbata era rara, su color era un particular tono color piel. Baund era el
único que, al observarla, no giraba la mirada, ni le atormentaba la vista con dolores
de cabeza. Era una corbata malévola, pero a Baund le daba suerte; demasiada
para un jazzista mediocre, hasta hace varios días atrás.
Las sensuales notas depositaban
sensaciones eternas y sensoriales al público. Pero Baund estaba agonizando, la
corbata se alimentaba de su vida. Poco a poco con cada nota musical, el color
de la corbata iba transformándose de un color piel claro, al oscuro tono
chocolate de la piel de Baund. El talentoso músico palidecía, su propia piel se
secaba como una pasa.
La última canción sonaba como un
espectro fantasmal en el aire. El cuerpo de Baund se encontraba estático, con
el único movimiento de sus soplidos y los dedos que tocaban las piezas del
saxo. La estrofa final se acercaba, Baund parecía un esqueleto cubierto con un
telar de piel; las venas se le habían secado, sus ojos eran totalmente blancos
y sin vida, el cabello duro y rizado comenzaba a caerse.
Finalmente, cuando la música
culminó, el éxtasis de las personas se arruinó cuando posteriormente, notaron
aquella momia jazzista que había quedado parada en el escenario. Luego de los
gritos todo acabó, y el cuerpo de Baund se desplomó como una estatua de arena
negra. Todo quedó desparramado en el suelo como el hollín, y la corbata de piel
mostró su nuevo tono chocolate.
La primera etapa de una mediocre
carrera de músico de jazz atormentaba al pobretón de Baund. Con sus ahorros,
compró el saxo dorado que lo acompañaría en su último concierto. Pero ese
pequeño gasto lo dejó casi en la ruina, apenas con algunos toques en bares e
mala muerte, se costeaba su humilde apartamento y la comida del día a día.
Arribó el mes de diciembre y Baund
se entusiasmaba con tocar melodías navideñas en los bares, había estado
practicando todo octubre y noviembre. Pero Baund sabía que necesitaba aun más
práctica, no era el mejor de los jazzistas; de hecho, era un pésimo amateur, un
don nadie sin reconocimientos, con la sola esperanza de un dicho común que reza
lo asignado a todos los artistas: «todos comienzan desde abajo, desde el primer
escalón, hasta llegar a la cima del éxito», y esas palabras estaban grabadas en
la cabeza de Baund.
El día cerca de la víspera de
navidad, Baund y sus amigos organizaron una reunión para celebrar, planearon un
intercambio de presentes. Baund tenía sus dudas y como todos entendían la mala
situación de su compañero músico, decidieron aceptar cualquier tipo de regalo
que Baund comprara.
Baund llegó a una tienda de
antigüedades donde escuchó el rumor que vendían algunas baratijas añejas de
buena calidad, además de lindas. A Baund le tocaba regalarle a su buena amiga
Sara, que según recordaba, le gustaban las cosas de la época victoriana. Estaba
seguro que encontraría algo en esa tienda.
Cuando entró a la tienda, encontró
maravillas antiguas: muñecas de porcelana, retratos tallados, muebles
extravagantes, vajillas costosas, cofres elegantes y algo que llamó su
atención. Un armario abierto con vieja ropa clásica: trajes de gala, vestidos y
corbatas.
Una pieza en particular le robó la
mirada, una hermosa corbata color carne, su extraña textura destacaba entre las
demás. Cuando rozó sus dedos por la tela, se le erizaron los vellos de la nuca.
La anciana que atendía el lugar se percató del hallazgo de Baund y se acercó
para charlarle un poco. Se trataba de una vieja elegante y cultural, vestida de
negro, con un acento inglés muy particular, como sacada de esas viejas novelas británicas.
Entre charlas y conversaciones,
Baund terminó comprando un pequeño cofrecito de porcelana para su amiga. Cuando
llegó a su hogar, para envolver el regaló, descubrió que la majestuosa corbata
se encontraba dentro de la bolsa. ¿Habría sido la anciana? eso figuraba una
perdida monetaria para la tienda, así que Baund supuso que no. Pensó en
devolverla, pero justo en ese instante, llevaba puesta una camisa desabotonada.
Tomó la corbata, abotonó su camisa y se colocó la tela alrededor del cuello,
con un nudo perfecto, lo cual le extrañó, ya que nunca había sabido atarse una
corbata correctamente.
Una vez ajustada a la perfección,
sintió un escalofrío en el dorso de la espalda, luego un calambre en los dedos
de las manos, por último, una picazón extraña pero gustosa en la garganta. Pensó
en cantar, pero luego miró de reojo su saxo y lo tomó sin pensarlo dos veces.
El derroche de talento de esa noche
fue la más sublime y espectacular pieza musical que había tocado jamás. De
hecho, estaba improvisando y las notas se escuchaban escritas, como si el mejor
compositor de jazz le estuviera dando clases en ese momento. Los vecinos se
excitaban con tan hermoso sonido. Esa noche, Baund se acostó en su cama con el
mayor placer del éxito en su garganta.
Pasaron los días, y Baund presentaba
sus actos en la calle, en los bares que frecuentaba y a oídos de sus mejores
amigos. La voz se fue corriendo, los busca talentos lo asechaban, los contratos
en bares reconocidos y espectáculos grandes clamaban por él. El milagro de
navidad que tanto había esperado llegó ese diciembre. Baund estaba en su punto
más alto de felicidad; tenía dinero, mujeres, un nuevo apartamento, ropa elegante,
podía comer cualquier cosa que se le antojara, e incluso había firmado algunos papeles
para grabar unos discos. La fama lo hacía flotar en los escalones del éxito,
directo a la cima de su sueño.
La corbata era mágica. Pero por
temor a desaparecer su encanto, la lavaba con sumo cuidado, con un pequeño
cepillo de dientes. Pronto sería su concierto de fin de año, el 31 de
diciembre, celebraría la cúspide de su éxito, en un festival de música de
renombre. Los mejores músicos estaban ahí y él sería el acto final.
El traje estaba listo, el saxo
calibrado, limpio y lustrado; la garganta hidratada, la colonia de su perfume
olorosa y varonil. Su cabello peinado y la corbata maldita, lista para trazar
el mejor concierto de jazz, y cobrar su recompensa, el mejor regalo de navidad
para Baund.
Fin
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