lunes, 30 de noviembre de 2020

Una Parte de Mí 🧫 | RELATO |

Hola mis Criaturas Literarias, yo soy Augusto Andra. Hoy les traigo un relato corto de 4 partes bastante perturbador relacionado con el obsesionado amor que una persona puede tener consigo mismo.

Suspenso y Terror.



PARTE I

 

La luz verde del pabellón del hospital Santa Bárbara indicaba la hora de trabajar del Dr. Oliver Siven. El mejor cirujano de la ciudad y probablemente de todo el estado ―incluso podría decirse que hasta del país―. Sin embargo, la rutina médica marcada por esas lucecitas en el tablero del quirófano, ―todos los días, de rojo a verde y viceversa―, comenzaban a cansar al Dr. Siven.  

Amaba su trabajo como médico cirujano, su dedicada labor extremadamente cuidadosa, minuciosa y detallista en la sala de operaciones era lo que más le encantaba; adoraba manejar los instrumentos quirúrgicos. La sangre, el olor de los cuerpos, del metal de los instrumentos y el aroma de las medicinas y líquidos le encantaba. Cortar, perforar, romper, coser, suturar y quemar, era su pación.

Pero hablar con los pacientes previo o después de una operación era algo que aborrecía. Desde hacía mucho antes de convertirse en el mejor cirujano de todos, Oliver no era una persona muy amena de hacer amigos o entablar conversiones, la típica persona la cual los ancianos ―por alguna razón extraña― se acercaban a preguntarle cosas en una fila y él por cortesía respondía sin muchos ánimos para no hablar.

Siendo un médico profesional no le quedaba más remedio que hablar con sus pacientes. Explicar los métodos quirúrgicos e incluso calmar a las personas o subir el ánimo, era necesario en su trabajo.

Oliver era solitario y muy ordenado ―demasiado organizado―. Nunca había tenido ni un solo amigo, ni siquiera en sus años de estudios de medicina en la universidad, por ende, tampoco alguna novia. Sus padres habían muerto muy jóvenes y se crió prácticamente solo al cuidado de un abuelo muy enfermo y un tío lejano con muchos recursos, que solo le enviaba dinero para sobrevivir y pagar los estudios universitarios.

Razón por la cuál Oliver no gustaba de crear lazos con personas, simplemente porque no sabía cómo. Cuando se convertía en el Dr. Siven, era una persona distinta, un papel que él mismo había ideado para no perder su trabajo y realizarlo de la mejor manera posible. Un alter ego de su persona para poder trabajar y cuidar de sus pacientes, pero no era más que eso: un papel, un personaje, una ficción, una mentira muy bien planteada. Inclusive hasta él mismo creía que el Dr. Siven existía alterno a su realidad, pensando en algunas ocasiones qué, si de verdad pudiese tener un amigo real, sin duda sería el Dr. Siven.

A medida que pasaban los años, Oliver poco a poco germinaba esa idea en su cabeza, el Dr. Siven era su único amigo, la única persona en el mundo que podía entenderlo ―y cómo no―, si compartían gustos por todo. Hubo días que hablaba con él mismo en su mente al observar a las enfermeras paseando por el hospital, le gustaba un par de chicas y no era que no tuviese el coraje para hablarles o invitarlas a salir, Oliver no quería, pero el Dr. Siven lo convencía algunas veces de hacerlo. De alguna manera, la compatibilidad de ambas personalidades creaba casi un tercer personaje, un Dr. Oliver Siven que era reservado, pero astuto y atrevido, que no solo gustaba de mujeres, sino de cualquier cosa que le produjera satisfacción sexual. Porque en su retorcida mente, pensaba que se hacía el amor a él mismo.

A pesar que el Dr. Siven era más atrevido, cordial y amistoso, algunas veces tenía un fuerte temor en perder a Oliver.

En ocasiones su verdadera personalidad desaparecía por días, enclaustrada en lo profundo de su mente. Hasta que en algún acto sexual o de íntima procedencia sentimental surgiera, entonces Oliver volvía a aparecer. Trabajar como médico preocupaba a este hombre, porque la personalidad del Dr. Siven, esa personalidad inventada, estaba tomando el control de sus días, su vida se convertía en mentira, viviendo una eterna mascarada, luchando en una dualidad en su cabeza que él mismo sabía que ocasionaría graves consecuencias.

 

 

 

PARTE II

 

El Dr. Siven rebosaba una emoción gustosa, había convencido a Oliver de llevarse a una de las nuevas enfermeras a la cama, una hermosa chica pelirroja muy joven y atractiva. A sus 35 años, Oliver todavía se veía como un chico bastante joven, por lo cual, debido a su atractivo físico y su extraño cuidado higiénico y deportivo, era sumamente deseado por las mujeres.

Sin embargo, en su cabeza dual, no giraba el hecho de que esa noche se acostaría con la chica, sino que volverían a estar juntos otra vez, Oliver y Siven en una sola función sexual.

Después de una amena charla en una cena, El Dr. Oliver Siven llevó a la chica a su apartamento y sin más preámbulos ella se le echó encima. Ambas mentes se sincronizaron para complacer a la chica, simplemente ella era un medio por el cuál Oliver y Siven conseguirían satisfacerse.

Pero de repente, el acto se complicó. Esa particular chica era demasiado agresiva para él, le gustaba el dolor, le gustaba más la rudeza y el Dr. Oliver Siven no estaba acostumbrado a ese extraño sentimiento… pero comenzó a gustarle. Ella lo arañaba con fuerza dejándole marcas en la espalda, también lo mordía encajándole los dientes con ahínco. Durante sus besos, la pelirroja pronunciaba palabras raras ―quizá en otro idioma― que no podía entender. La chica pidió desesperadamente que la ahorcaran y en medio de las embestidas sexuales con el Dr. Oliver Siven estando encima de ella, él comenzó a apretarle el cuello desvaneciendo su propia mente.

En su cabeza ambas personalidades compartían ese nuevo sentimiento sadomasoquista, un dolor sexual abrupto y fascinante, hacer daño y recibirlo era excitante. Tanto así que cuando ahorcaba a la chica, Oliver sentía que ahorcaba a Siven y Siven sentía que ahorcaba a Oliver.  

De repente, al volver en sí, sus manos apretaban demasiado el cuello femenino, la chica estaba cambiando de color. El Dr. Oliver Siven se percató que él mismo estaba sangrando, había recibido varios golpes en la cabeza por parte de la chica, pero no los había sentido al estar perdido y divagante en sus pensamientos.

Por alguna razón, las manos no aflojaban, pero la chica fue lo suficientemente astuta como para extender el brazo, coger la lámpara de la mesita de noche y estampársela en la cabeza al doctor.

El golpe le abrió una zanja en la sien y lo tumbó fuera de la cama. La chica tocía de rodillas en las sábanas, maldiciendo al médico.

El Dr. Oliver Siven jaló una almohada para colocársela en la cabeza y parar el sangrado. Por poco mata a la chica y esa sensación lo había excitado como nunca antes alguna sensación lo había hecho en su vida. Quería más, quería ser él quién le diera fin.

La chica seguía ahogándose y tocía tratando de aclarar su garganta. Por otro lado, el Dr. Siven se levantó saliendo de la habitación, a pocos minutos llegó con una venda en la cabeza y un bisturí en la mano.

Justo en el instante cuando el Dr. Siven quiso lastimar a la chica con el escalpelo, ella lo miró de reojo y detuvo el brazo del doctor con su mano. Oliver no acreditaba la fuerza que tenía la chica, mucho mayor que la de él, pero supuso que era causada por una increíble acumulación de adrenalina. Lo cierto es que la chica pudo tumbar al Dr. Siven al suelo y le quitó el bisturí apuñalándolo en el pecho varias veces, Oliver levantó la mano, pero sirvió de poca ayuda, la fuerza desquiciada de la chica le cortó varios dedos, que rodaron por el suelo.

El Dr. Oliver Silven aprovechó un pequeño agujero en el comportamiento de la chica cuando empezó a toser nuevamente y se levantó tumbándola. La mano le dolía con un intenso calor, le faltaba los dedos: meñique, anular y medio; del pecho le brotaban pequeños chorros de sangre que empapaban todo el suelo. Pero por alguna razón no se sentía mareado.

De una patada golpeó a la chica por la costilla dándole vuelta, el escalpelo rodó por el suelo debajo de la cama. Con su mano buena tomó a la chica por las greñas y la pateó varias veces en el estómago para que se calmase. Hubo un momento de silencio por parte de ambos, la chica agonizaba y el Dr. Oliver Siven no sabía qué hacer, quería matarla, pero no contaba con el tiempo suficiente, él también necesitaba atención médica.

Sosteniéndole el cabello con fuerza, la arrastró hasta la ventana y la estampó contra el vidrio, la chica sabía lo que venía a continuación, pero no pudo hacer nada más que gritar cuando el Dr. Oliver Siven la defenestró.

 


 

PARTE III

 

Las autoridades llegaron a los pocos minutos de que el propio Dr. Oliver Siven los llamara. La policía recogió el cuerpo de la chica que afortunadamente no había causado daños a terceros al caer del quinto piso.

La coartada del doctor era evidentemente convincente, la chica se había vuelto loca y lo atacó sin previo aviso, el la ahorcó para defenderse, una cosa llevó a la otra y terminó empujándola fuera de la ventana.

Minutos después una oficial llamó por radio a la central para buscar expedientes de la chica, que ocultaba algunos otros casos de agresión con exparejas, puntuando más la defensa del doctor quedando prácticamente libre de cargos, ―por supuesto tenía que declarar los hechos ante un jurado―, cosa que no le molestaba, él era un prestigioso médico en la ciudad y tenía el suficiente dinero para pagarse un buen abogado.

Pero todo este embrollo no era lo que rondaba por la cabeza del Dr. Oliver Siven, su decisión de asesinar lo seguía excitando, quería hacerlo de nuevo. Y había algo mucho más lúgubre ante todo el asunto. Antes de que las autoridades llegaran, tuvo que hacerse los primeros auxilios y tapar con gasas los agujeros que el bisturí le había hecho en el pecho, también apresuradamente vendó sus dedos explicándole a la policía que trajera una ambulancia con urgencia.

Lo más extraño era que no sentía ni el más mínimo dolor, verse al espejo fue como ver a un paciente ensangrentado después de algún accidente, una escena ambigua y extraña. Cuando fue a buscar los dedos en el suelo para meterlos en una bolsa de hielo, se le heló la sangre. Los dedos estaban en el suelo, pero no eran iguales, algo los cambiaba, se movía por si solos, crecían y se retorcían como pequeños gusanos de seda gruesos y grotescos. Era algo inexplicable.  

Los dedos parecían hincharse y crecer, ¿acaso era obra de lo que había pronunciado aquella chica? Ella no era una enfermera cualquiera, ocultaba algo más, algo más macabro.

La mano del Dr. Oliver Siven latía con intensidad al aproximarse a los dedos. De repente, había sentido una necesidad muy grande de tocarlos con su mano dañada. Desvendó los dedos heridos y con la otra mano, tomó el dedo medio del suelo y lo acercó a su mano cercenada. Unos hilos de carne como pequeños tentáculos surgieron de las heridas y se acoplaron entre sí, como si de unas piezas de rompecabezas se tratasen. El dedo se movió ajustándose y calando en su mano, como si nunca lo hubiesen cortado, sin cicatriz, sin marcas, sin molestias, sin nada. Del mismo modo cogió el dedo anular del suelo y lo ajustó a su mano fusionándolo con su piel.

El Dr. Oliver Siven se quedó viendo el dedo meñique tirando en el piso, cubierto de sangre y moviéndose espasmódicamente. Una idea abstracta surcó su cabeza, buscó un frasco grande de mermelada que estaba casi vacío en su refrigerador, lo limpió he introdujo el dedo adentro.

Había notado algo muy particular, ―a pesar de que el dedo meñique es el más pequeño de todos―, aquel dedo cortado se veía más grande y largo, como si estuviese creciendo de alguna forma; se expandía reconstruyéndose poco a poco. El Dr. Siven pensó en guardar el frasco y traer después un poco de Celsior para preservar el dedo en mejores condiciones.

Luego de que las autoridades llegaran, Oliver inventó la escusa que la chica cortó su dedo con el bisturí justo cuando la arrojó por la venta y que probablemente el dedo se habría perdido en la caída.

Los policías se apenaron mucho al buscar minuciosamente el dedo por las calles sin encontrar nada.

 

 

PARTE IV

 

Las horas y los días transcurrían normalmente, al Dr.  Siven no le había afectado en su trabajo el hecho de haber perdido uno de sus dedos, seguía siendo el mejor cirujano de todos.

Por otro lado, el dedo en su casa seguía creciendo. Reposado dentro del frasco y resguardado por la solución líquida, aquel apéndice de su mano poco a poco lucía más como una persona.

Cada noche el Dr. Siven sacaba el frasco de su armario, lo posaba en una silla frente a su cama y le hablaba a la criaturita como si fuera Oliver.

Aquella cosa parecía un embrión, como si el dedo hubiese sido fecundando por algún esperma fantasmal, creado por el hechizo de esa chica.

El Dr. Siven había investigado un poco, ―adicional a las pruebas que la policía le había dado―. Esa chica a pesar de ser una buena enfermera, tenía hobbies muy extraños y arraigados a las practicas de brujería y artes oscuras. Al principio el Dr. Siven no creía en ello, pero el hecho de curarse tan rápido y aquel fenómeno de crecimiento apresurado frente a sus ojos, no podía generarle alguna duda de que esa chica había conjurado algo incomprensible para la ciencia y la medicina. Esa cosa era real y no era de este mundo, lo cierto era es que sí era parte de él.

Todas las noches antes de dormir, destapaba el frasco y se hacía una cortadura en el antebrazo para darle un poco de su sangre. Tenía la teoría que mientras más ADN le suministrara, más rápido crecería ese pequeño homúnculo clonado de su ser.

 

Meses después, aquel clon crecía desmesuradamente. El Dr. Siven había comprado una pecera especial vertical para depositar al homúnculo adentro. A esas alturas ya parecía un bebé recién nacido de unos diez meses.

Cada noche se volvía más excitante para el Dr. Siven. Había hablado tantas veces con Oliver a través de ese clon, que Oliver prácticamente había desaparecido. El Dr. Siven se había apoderado del cuerpo original y presumía, juraba y aseguraba que ahora Oliver estaba dentro del homúnculo.

Las ansias por la espera lo desesperaban a escalas monumentales, necesitaba ver a Oliver madurado, listo para la vida, listo para estar con él de nuevo. Hubo noches que se lamentaba de no ser una sola persona, pero se recuperaba al comprender que pronto estando en cuerpos distintos, se amarían como si fueran de nuevo un mismo y único ser.

A medida que pasaba el tiempo, el Dr. Siven perdía más fuerzas, su mente no estaba concentrada, el trabajo en el hospital se le dificultaba y perdía facultades. Le recomendaron tomar unas vacaciones y descansar.

El cuerpo de Oliver crecía espléndidamente, como si el mejor de los cultivadores hubiese puesto su empeño en hacerlo madurar, ―en este caso el propio Dr. Siven donándole su sangre―, pero en cierto punto había sido demasiado.

El Dr. Siven estaba flaco, pálido y cansado. A diferencia del cuerpo de Oliver, fuerte, macizo y vigoroso.

Luego de tres meses, Oliver ya se veía como un adulto. El Dr. Siven extraña la voz de Oliver, había dejado de escucharla el último mes, necesitaba tocar ese cuerpo desesperadamente, ansiaba tener de vuelta a Oliver.

De repente, aquel hombre en la pecera abrió los ojos, no eran los comunes ojos verdes de Oliver, tenían un color amarillo muy intenso, ojos parecidos a los de un gato. El doctor se acercó a la pared de vidrio rozando con su mano la superficie humedad. Del otro lado, Oliver posó su mano frente a la de su contraparte y el vidrio estalló. El agua se desbordó llenando toda la habitación, el Dr. Siven estaba en el piso tosiendo, le había entrado un poco de agua en la boca.

El doctor supo que algo no iba bien. Con una repentina agresividad, Oliver lo cogió del cabello y le dio unas patadas en el estómago. Luego lo arrastró hasta la cama y lo arrojó encima del colchón. El recién despertado se colocó encima del doctor y comenzó a besarlo desenfrenadamente y le quitó la ropa a tirones. El Dr. Siven no tenía fuerzas, ni mucha voluntad para responder, estaba confundido, no sabía si dejarse llevar por la excitación de estar de nuevo con Oliver, o preocuparse por la extraña manera del comportamiento de su otra parte.

Las fuertes manos de Oliver se posaron en el cuello del doctor y comenzaron a apretarlo con extrema fuerza. El doctor trató de golpearlo, pero sus brazos no contaban con la suficiente fuerza como para derribar a un cuerpo bien dotado y recién nacido. Estaba muriendo, trató de buscar algo en la mesita de noche para golpearlo, pero no había nada… justo en ese instante recordó la vieja lámpara que la chica había usado meses atrás para golpearlo en la cabeza.

Fue entonces cuando mirando directamente a los ojos de Oliver, entendió que esos ojos amarillos, furiosos y vengativos, no eran los de él.



Fin


2 comentarios:

  1. Estupendo relato, tronco. Me caía bien el doctor. Me hubiera gustado tenerlo como médico de cabecera.

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    1. jaja por ahí hay muchos buenos Oliver también y no están tan locos. Gracias por leer. Saludos!

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