Hola mis Criaturas Literarias, yo soy Augusto Andra. Hoy les traigo un relato corto de 4 partes bastante perturbador relacionado con el obsesionado amor que una persona puede tener consigo mismo.
PARTE I
La luz verde del pabellón del hospital Santa Bárbara indicaba la hora de
trabajar del Dr. Oliver Siven. El mejor cirujano de la ciudad y probablemente
de todo el estado ―incluso podría decirse
que hasta del país―. Sin embargo, la
rutina médica marcada por esas lucecitas en el tablero del quirófano, ―todos los días, de rojo a verde y viceversa―, comenzaban a cansar al Dr. Siven.
Amaba su trabajo como médico cirujano, su dedicada labor extremadamente
cuidadosa, minuciosa y detallista en la sala de operaciones era lo que más le
encantaba; adoraba manejar los instrumentos quirúrgicos. La sangre, el olor de
los cuerpos, del metal de los instrumentos y el aroma de las medicinas y líquidos
le encantaba. Cortar, perforar, romper, coser, suturar y quemar, era su pación.
Pero hablar con los pacientes previo o después de una operación era algo
que aborrecía. Desde hacía mucho antes de convertirse en el mejor cirujano de
todos, Oliver no era una persona muy amena de hacer amigos o entablar conversiones,
la típica persona la cual los ancianos ―por alguna razón extraña― se acercaban a preguntarle cosas en una fila y él por cortesía respondía
sin muchos ánimos para no hablar.
Siendo un médico profesional no le quedaba más remedio que hablar con sus
pacientes. Explicar los métodos quirúrgicos e incluso calmar a las personas o
subir el ánimo, era necesario en su trabajo.
Oliver era solitario y muy ordenado ―demasiado organizado―. Nunca había tenido ni un solo amigo, ni siquiera en sus años de
estudios de medicina en la universidad, por ende, tampoco alguna novia. Sus
padres habían muerto muy jóvenes y se crió prácticamente solo al cuidado de un
abuelo muy enfermo y un tío lejano con muchos recursos, que solo le enviaba
dinero para sobrevivir y pagar los estudios universitarios.
Razón por la cuál Oliver no gustaba de crear lazos con personas,
simplemente porque no sabía cómo. Cuando se convertía en el Dr. Siven, era una
persona distinta, un papel que él mismo había ideado para no perder su trabajo
y realizarlo de la mejor manera posible. Un alter ego de su persona para
poder trabajar y cuidar de sus pacientes, pero no era más que eso: un papel, un
personaje, una ficción, una mentira muy bien planteada. Inclusive hasta él mismo
creía que el Dr. Siven existía alterno a su realidad, pensando en algunas ocasiones
qué, si de verdad pudiese tener un amigo real, sin duda sería el Dr. Siven.
A medida que pasaban los años, Oliver poco a poco germinaba esa idea en
su cabeza, el Dr. Siven era su único amigo, la única persona en el mundo que
podía entenderlo ―y cómo no―, si compartían gustos por todo. Hubo días que
hablaba con él mismo en su mente al observar a las enfermeras paseando por el
hospital, le gustaba un par de chicas y no era que no tuviese el coraje para
hablarles o invitarlas a salir, Oliver no quería, pero el Dr. Siven lo
convencía algunas veces de hacerlo. De alguna manera, la compatibilidad de
ambas personalidades creaba casi un tercer personaje, un Dr. Oliver Siven que
era reservado, pero astuto y atrevido, que no solo gustaba de mujeres, sino de
cualquier cosa que le produjera satisfacción sexual. Porque en su retorcida
mente, pensaba que se hacía el amor a él mismo.
A pesar que el Dr. Siven era más atrevido, cordial y amistoso, algunas
veces tenía un fuerte temor en perder a Oliver.
En ocasiones su verdadera personalidad desaparecía por días, enclaustrada
en lo profundo de su mente. Hasta que en algún acto sexual o de íntima procedencia
sentimental surgiera, entonces Oliver volvía a aparecer. Trabajar como médico
preocupaba a este hombre, porque la personalidad del Dr. Siven, esa
personalidad inventada, estaba tomando el control de sus días, su vida se
convertía en mentira, viviendo una eterna mascarada, luchando en una dualidad
en su cabeza que él mismo sabía que ocasionaría graves consecuencias.
PARTE II
El Dr. Siven rebosaba una emoción gustosa, había convencido a Oliver de
llevarse a una de las nuevas enfermeras a la cama, una hermosa chica pelirroja muy
joven y atractiva. A sus 35 años, Oliver todavía se veía como un chico bastante
joven, por lo cual, debido a su atractivo físico y su extraño cuidado higiénico
y deportivo, era sumamente deseado por las mujeres.
Sin embargo, en su cabeza dual, no giraba el hecho de que esa noche se
acostaría con la chica, sino que volverían a estar juntos otra vez, Oliver y
Siven en una sola función sexual.
Después de una amena charla en una cena, El Dr. Oliver Siven llevó a la
chica a su apartamento y sin más preámbulos ella se le echó encima. Ambas
mentes se sincronizaron para complacer a la chica, simplemente ella era un
medio por el cuál Oliver y Siven conseguirían satisfacerse.
Pero de repente, el acto se complicó. Esa particular chica era demasiado
agresiva para él, le gustaba el dolor, le gustaba más la rudeza y el Dr. Oliver
Siven no estaba acostumbrado a ese extraño sentimiento… pero comenzó a gustarle.
Ella lo arañaba con fuerza dejándole marcas en la espalda, también lo mordía encajándole
los dientes con ahínco. Durante sus besos, la pelirroja pronunciaba palabras
raras ―quizá
en otro idioma― que no podía entender. La chica
pidió desesperadamente que la ahorcaran y en medio de las embestidas sexuales
con el Dr. Oliver Siven estando encima de ella, él comenzó a apretarle el
cuello desvaneciendo su propia mente.
En su cabeza ambas personalidades compartían ese nuevo sentimiento sadomasoquista,
un dolor sexual abrupto y fascinante, hacer daño y recibirlo era excitante.
Tanto así que cuando ahorcaba a la chica, Oliver sentía que ahorcaba a Siven y
Siven sentía que ahorcaba a Oliver.
De repente, al volver en sí, sus manos apretaban demasiado el cuello
femenino, la chica estaba cambiando de color. El Dr. Oliver Siven se percató
que él mismo estaba sangrando, había recibido varios golpes en la cabeza por
parte de la chica, pero no los había sentido al estar perdido y divagante en sus
pensamientos.
Por alguna razón, las manos no aflojaban, pero la chica fue lo
suficientemente astuta como para extender el brazo, coger la lámpara de la
mesita de noche y estampársela en la cabeza al doctor.
El golpe le
abrió una zanja en la sien y lo tumbó fuera de la cama. La chica tocía de
rodillas en las sábanas, maldiciendo al médico.
El Dr. Oliver
Siven jaló una almohada para colocársela en la cabeza y parar el sangrado. Por poco
mata a la chica y esa sensación lo había excitado como nunca antes alguna sensación
lo había hecho en su vida. Quería más, quería ser él quién le diera fin.
La chica
seguía ahogándose y tocía tratando de aclarar su garganta. Por otro lado, el
Dr. Siven se levantó saliendo de la habitación, a pocos minutos llegó con una
venda en la cabeza y un bisturí en la mano.
Justo en el
instante cuando el Dr. Siven quiso lastimar a la chica con el escalpelo, ella
lo miró de reojo y detuvo el brazo del doctor con su mano. Oliver no acreditaba
la fuerza que tenía la chica, mucho mayor que la de él, pero supuso que era causada
por una increíble acumulación de adrenalina. Lo cierto es que la chica pudo
tumbar al Dr. Siven al suelo y le quitó el bisturí apuñalándolo en el pecho
varias veces, Oliver levantó la mano, pero sirvió de poca ayuda, la fuerza desquiciada
de la chica le cortó varios dedos, que rodaron por el suelo.
El Dr. Oliver
Silven aprovechó un pequeño agujero en el comportamiento de la chica cuando
empezó a toser nuevamente y se levantó tumbándola. La mano le dolía con un
intenso calor, le faltaba los dedos: meñique, anular y medio; del pecho le
brotaban pequeños chorros de sangre que empapaban todo el suelo. Pero por
alguna razón no se sentía mareado.
De una patada
golpeó a la chica por la costilla dándole vuelta, el escalpelo rodó por el
suelo debajo de la cama. Con su mano buena tomó a la chica por las greñas y la
pateó varias veces en el estómago para que se calmase. Hubo un momento de
silencio por parte de ambos, la chica agonizaba y el Dr. Oliver Siven no sabía
qué hacer, quería matarla, pero no contaba con el tiempo suficiente, él también
necesitaba atención médica.
Sosteniéndole
el cabello con fuerza, la arrastró hasta la ventana y la estampó contra el
vidrio, la chica sabía lo que venía a continuación, pero no pudo hacer nada más
que gritar cuando el Dr. Oliver Siven la defenestró.
PARTE III
Las autoridades llegaron a los pocos minutos de que el propio Dr. Oliver
Siven los llamara. La policía recogió el cuerpo de la chica que afortunadamente
no había causado daños a terceros al caer del quinto piso.
La coartada
del doctor era evidentemente convincente, la chica se había vuelto loca y lo
atacó sin previo aviso, el la ahorcó para defenderse, una cosa llevó a la otra
y terminó empujándola fuera de la ventana.
Minutos después
una oficial llamó por radio a la central para buscar expedientes de la chica,
que ocultaba algunos otros casos de agresión con exparejas, puntuando más la
defensa del doctor quedando prácticamente libre de cargos, ―por supuesto
tenía que declarar los hechos ante un jurado―, cosa que no le molestaba, él era un
prestigioso médico en la ciudad y tenía el suficiente dinero para pagarse un
buen abogado.
Pero todo
este embrollo no era lo que rondaba por la cabeza del Dr. Oliver Siven, su
decisión de asesinar lo seguía excitando, quería hacerlo de nuevo. Y había algo
mucho más lúgubre ante todo el asunto. Antes de que las autoridades llegaran,
tuvo que hacerse los primeros auxilios y tapar con gasas los agujeros que el
bisturí le había hecho en el pecho, también apresuradamente vendó sus dedos explicándole
a la policía que trajera una ambulancia con urgencia.
Lo más
extraño era que no sentía ni el más mínimo dolor, verse al espejo fue como ver a
un paciente ensangrentado después de algún accidente, una escena ambigua y extraña.
Cuando fue a buscar los dedos en el suelo para meterlos en una bolsa de hielo,
se le heló la sangre. Los dedos estaban en el suelo, pero no eran iguales, algo
los cambiaba, se movía por si solos, crecían y se retorcían como pequeños gusanos
de seda gruesos y grotescos. Era algo inexplicable.
Los dedos parecían
hincharse y crecer, ¿acaso era obra de lo que había pronunciado aquella chica?
Ella no era una enfermera cualquiera, ocultaba algo más, algo más macabro.
La mano del
Dr. Oliver Siven latía con intensidad al aproximarse a los dedos. De repente,
había sentido una necesidad muy grande de tocarlos con su mano dañada. Desvendó
los dedos heridos y con la otra mano, tomó el dedo medio del suelo y lo acercó
a su mano cercenada. Unos hilos de carne como pequeños tentáculos surgieron de
las heridas y se acoplaron entre sí, como si de unas piezas de rompecabezas se
tratasen. El dedo se movió ajustándose y calando en su mano, como si nunca lo
hubiesen cortado, sin cicatriz, sin marcas, sin molestias, sin nada. Del mismo
modo cogió el dedo anular del suelo y lo ajustó a su mano fusionándolo con su
piel.
El Dr. Oliver
Siven se quedó viendo el dedo meñique tirando en el piso, cubierto de sangre y moviéndose
espasmódicamente. Una idea abstracta surcó su cabeza, buscó un frasco grande de
mermelada que estaba casi vacío en su refrigerador, lo limpió he introdujo el
dedo adentro.
Había notado
algo muy particular, ―a pesar de
que el dedo meñique es el más pequeño de todos―, aquel dedo cortado se veía
más grande y largo, como si estuviese creciendo de alguna forma; se expandía reconstruyéndose
poco a poco. El Dr. Siven pensó en guardar el frasco y traer después un poco de
Celsior para preservar el dedo en mejores condiciones.
Luego de que
las autoridades llegaran, Oliver inventó la escusa que la chica cortó su dedo
con el bisturí justo cuando la arrojó por la venta y que probablemente el dedo
se habría perdido en la caída.
Los policías
se apenaron mucho al buscar minuciosamente el dedo por las calles sin encontrar
nada.
PARTE IV
Las horas y los días transcurrían normalmente, al Dr. Siven no le había afectado en su trabajo el
hecho de haber perdido uno de sus dedos, seguía siendo el mejor cirujano de
todos.
Por otro
lado, el dedo en su casa seguía creciendo. Reposado dentro del frasco y
resguardado por la solución líquida, aquel apéndice de su mano poco a poco
lucía más como una persona.
Cada noche el
Dr. Siven sacaba el frasco de su armario, lo posaba en una silla frente a su
cama y le hablaba a la criaturita como si fuera Oliver.
Aquella cosa
parecía un embrión, como si el dedo hubiese sido fecundando por algún esperma
fantasmal, creado por el hechizo de esa chica.
El Dr. Siven
había investigado un poco, ―adicional a las pruebas que la policía le había
dado―. Esa chica a
pesar de ser una buena enfermera, tenía hobbies muy extraños y arraigados a las
practicas de brujería y artes oscuras. Al principio el Dr. Siven no creía en
ello, pero el hecho de curarse tan rápido y aquel fenómeno de crecimiento
apresurado frente a sus ojos, no podía generarle alguna duda de que esa chica había
conjurado algo incomprensible para la ciencia y la medicina. Esa cosa era real
y no era de este mundo, lo cierto era es que sí era parte de él.
Todas las noches
antes de dormir, destapaba el frasco y se hacía una cortadura en el antebrazo
para darle un poco de su sangre. Tenía la teoría que mientras más ADN le
suministrara, más rápido crecería ese pequeño homúnculo clonado de su ser.
Meses después,
aquel clon crecía desmesuradamente. El Dr. Siven había comprado una pecera
especial vertical para depositar al homúnculo adentro. A esas alturas ya
parecía un bebé recién nacido de unos diez meses.
Cada noche se
volvía más excitante para el Dr. Siven. Había hablado tantas veces con Oliver a
través de ese clon, que Oliver prácticamente había desaparecido. El Dr. Siven
se había apoderado del cuerpo original y presumía, juraba y aseguraba que ahora
Oliver estaba dentro del homúnculo.
Las ansias
por la espera lo desesperaban a escalas monumentales, necesitaba ver a Oliver
madurado, listo para la vida, listo para estar con él de nuevo. Hubo noches que
se lamentaba de no ser una sola persona, pero se recuperaba al comprender que
pronto estando en cuerpos distintos, se amarían como si fueran de nuevo un
mismo y único ser.
A medida que pasaba
el tiempo, el Dr. Siven perdía más fuerzas, su mente no estaba concentrada, el
trabajo en el hospital se le dificultaba y perdía facultades. Le recomendaron
tomar unas vacaciones y descansar.
El cuerpo de
Oliver crecía espléndidamente, como si el mejor de los cultivadores hubiese
puesto su empeño en hacerlo madurar, ―en este caso el propio Dr. Siven donándole
su sangre―, pero en
cierto punto había sido demasiado.
El Dr. Siven
estaba flaco, pálido y cansado. A diferencia del cuerpo de Oliver, fuerte, macizo
y vigoroso.
Luego de tres
meses, Oliver ya se veía como un adulto. El Dr. Siven extraña la voz de Oliver,
había dejado de escucharla el último mes, necesitaba tocar ese cuerpo
desesperadamente, ansiaba tener de vuelta a Oliver.
De repente,
aquel hombre en la pecera abrió los ojos, no eran los comunes ojos verdes de
Oliver, tenían un color amarillo muy intenso, ojos parecidos a los de un gato. El
doctor se acercó a la pared de vidrio rozando con su mano la superficie
humedad. Del otro lado, Oliver posó su mano frente a la de su contraparte y el
vidrio estalló. El agua se desbordó llenando toda la habitación, el Dr. Siven
estaba en el piso tosiendo, le había entrado un poco de agua en la boca.
El doctor
supo que algo no iba bien. Con una repentina agresividad, Oliver lo cogió del
cabello y le dio unas patadas en el estómago. Luego lo arrastró hasta la cama y
lo arrojó encima del colchón. El recién despertado se colocó encima del doctor
y comenzó a besarlo desenfrenadamente y le quitó la ropa a tirones. El Dr.
Siven no tenía fuerzas, ni mucha voluntad para responder, estaba confundido, no
sabía si dejarse llevar por la excitación de estar de nuevo con Oliver, o
preocuparse por la extraña manera del comportamiento de su otra parte.
Las fuertes
manos de Oliver se posaron en el cuello del doctor y comenzaron a apretarlo con
extrema fuerza. El doctor trató de golpearlo, pero sus brazos no contaban con
la suficiente fuerza como para derribar a un cuerpo bien dotado y recién nacido.
Estaba muriendo, trató de buscar algo en la mesita de noche para golpearlo,
pero no había nada… justo en ese instante recordó la vieja lámpara que la chica
había usado meses atrás para golpearlo en la cabeza.
Fue entonces cuando
mirando directamente a los ojos de Oliver, entendió que esos ojos amarillos,
furiosos y vengativos, no eran los de él.
Fin
Estupendo relato, tronco. Me caía bien el doctor. Me hubiera gustado tenerlo como médico de cabecera.
ResponderBorrarjaja por ahí hay muchos buenos Oliver también y no están tan locos. Gracias por leer. Saludos!
Borrar