Saliendo de Maracaibo (Crónicas de un Viaje Inaudito)


Saliendo de Maracaibo

Llegó el domingo, como siempre me levanté temprano, revisé las redes sociales y Netflix y al rato nos sentamos a desayunar.
Al rato, mi mamá quiso revisar las maletas nuevamente ―por quincuagésima vez…―. La cuestión es que habíamos escondido un regalo para mi mamá en una de mis maletas ―ella cumplía años el mes siguiente―, y si ella la revisaba, obviamente iba a conseguir el regalo. Maniobrando un poco mi hermana sacó el regalo mientras yo distraía a mi mamá y Claudia escondió el regalo rápidamente.
Quería tener un poco de tiempo para jugar Dark Siters antes de irme y tratar de pasar el juego, pero me fue imposible tener un poquito de tiempo hasta para encender el PlayStation. Al cabo de un rato, mi primo David llegó al apartamento y almorzamos.
Apenas y dormí menos de una hora para descansar, cuando ya nos avisaban que dentro de poco venían por nosotros para llevarnos al aeropuerto. Me vestí con rapidez, pero… de repente, el regalo de mi mamá que estaba escondido desapareció. Buscamos por todos lados, por todas las esquinas y por todos los huecos, pero nada… no apareció por ninguna parte.  
Con una rabia tonta, tuvimos que desistir la búsqueda. Ahora tocaba una de las despedidas más tristes de todas, una que yo sabía que me iba a doler… despedirme de mis tres gaticas: Mocca, Coco y Doña Estella. Antes, entré a mi cuarto por última vez y agradecí todas las buenas cosas que me dio esa habitación, luego caminé y fui buscando a cada una de las gatas. Quizá a algunos de ustedes les suene extraño, pero yo sentía que ellas sabían que mi mamá y yo nos íbamos. Las detallé tristes y esquivas, ―ellas sabían que estaba pasando algo, con tantas cajas y maletas por todo el apartamento, pero no estoy seguro si realmente entendían qué estaba pasando en realidad―, nosotros nos marchábamos y no las veríamos en mucho tiempo, ―incluso con una mínima posibilidad de no verlas jamás, cosa que rezo todos los días porque no sea verdad, yo las quiero a las tres aquí en Portugal, ya son parte de la familia―. Se me quebraba la voz cada vez que me acercaba a una de ellas y las abrazaba, las sobaba y les decía muy bajito que ya me iba…
Eran alrededor de las dos y media de la tarde, cuando bajamos con todas las maletas ―teníamos seis―, y las empezamos a guardar dentro de la camioneta que nos llevaría. Aquí tocó otra despedida más, entonces fue cuando toqué fondo y no me pude contener. Cuando mi primo David me abrazó y se puso a llorar… fue el golpe más directo que me dieron y me fue inevitable llorar también, ―sentí como si me hubiesen dado un jalón a lo más alto y luego la gravedad me empujara de vuelta al suelo―. En lo más profundo quería hacerme el duro para no llorar, pero escuchar a mi primo, ―que la verdad, ni me acuerdo qué dijo, porque ambos estábamos llorando―, me derribó de una manera que jamás lo hubiese pensado, solo recuerdo que le dije: “Nos vemos en Europa”. Luego me despedí de mi hermana Claudia, ―que ella también estaba llorando por mi mamá―, pero con ella no me dio tanto sentimiento, porque Claudia es una chica muy jodida y fuerte, entonces sabía que iba a defenderse sola muy bien. Por último, me despedí de mi cuñado, Luis ―el novio de Claudia― y le dije que cuidada de la casa, ―en los últimos meses él se había convertido en un gran amigo y compañero―.
Cuando arrancó la camioneta y pasábamos la carretera, veía como flashbacks mi vida en Maracaibo; pensando en todas las últimas cosas que hice, las personas que dejé, las otras cosas que no pude hacer, las personas que no me pude despedir y muchas anécdotas tristes y divertidas. Me decía a mí mismo: “Esta es la última vez que pasarás por aquí… por ahora”.
Al llegar al aeropuerto, Guillermo ―la pareja de mi tía Achí, quién nos llevó en la camioneta―, nos ayudó a descargar las maletas en la línea aérea y aprovechamos para pesar el equipaje, ―aquí la cosa se complicó porque pesaban más de lo que debían, después de haber armado esas maletas como tres mil veces…―.
Se supone que el equipaje de bodega debía de pesar hasta 25 kg y el equipaje de mano ―según decía la página de Internet―, debía de pesar 8 kg. ¡Pues no! El equipaje de mano ahora debía de pesar 5kg, entonces tuvimos que desarmar toda esa mierda ―y algunas de las maletas de equipaje normal―, y volver a armar todo. Con un poco de rabia tuve que dejar una toalla, un jean y otras cositas ahí botadas en el aeropuerto para que la maleta pesase lo que debía de pesar, para irnos de una vez. #MeVoyParCoño fue lo que puse en mis redes sociales, ya quería salir de ahí.
Mi mamá se las apañó y le dejó la ropa que botamos a una señora que atendía una tienda dentro del aeropuerto, para ver si algún día, algún familiar nuestro, pasaba a buscar las cosas. Finalmente, pesamos todo nuevamente, quedamos con el peso perfecto, pagamos el equipaje extra y al fin pudimos relajarnos un poco y esperar a que llegara el avión ―que, por cierto, eran las tres y algo de la tarde y el vuelo estaba programado a las siete de la noche… El sistema está tan jodido que nos obligan a estar en el aeropuerto como con cinco horas de antelación… pero bueh, ahí estábamos―.
Mientras tanto, le dije a mi mamá que comprara un café y ¡sorpresa! El café vino con un exquisito topping de cucaracha, ¡delicioso! Cambiamos el café por uno nuevo, ―porque obviamente no nos íbamos a tomar ese café con patas de chiripita―.
Pasaron las horas hasta que un empleado del aeropuerto nos llamó para que pasáramos al área de abordaje ―parece que los parlantes donde se escucha la voz de la chica que nadie entiende, estaban dañados―. Transitamos por la máquina detectora y por el escáner de rayos-x con normalidad, pero me llamó la atención que una chica que estaba frente a nosotros, pasó por el detector y salió corriendo dejando su maleta dentro del escáner… ―¿Quién coño deja botada su maleta así como así?―. Al igual que yo, las autoridades tomaron eso como un acto sospechoso y se llevaron a la chica con su “maleta olvidada”, ―no supimos más de ella―.  
Transcurrieron otros minutos, hicieron nuevamente la llamada para abordar al avión y todos comenzamos a caminar, ansiosos por irnos de allí. Uno a uno fuimos caminando por el pasillo, luego fuera del aeropuerto ―porque el avión no estaba conectado a las vías de entrada, no me pregunten porqué, lo más probable es que estuviesen dañadas por falta de mantenimiento―. Traté de grabar un video caminando al avión, pero un sujeto de seguridad me dijo que no podía grabar.
Al entrar a la nave, caminamos a nuestros asientos y esperamos la partida. Después de las previas indicaciones de las aeromozas y que yo le avisara a todo el mundo que ya nos íbamos, finalmente el avión despegó.
Sobrevolando la ciudad, el lugar que me vio nacer, crecer y madurar, la ciudad del sol amada, la ciudad horno ―por su calor―. Observaba desde el cielo nocturno, las pequeñitas luces como un pesebre de Maracaibo, muy pequeña y distante, la última vista que vería de mi ciudad. Justo en ese momento, mi mamá se acercó a la ventana y dijo algo como: “Maracaibo, me despido, pero siempre te llevaré en mi corazón”, junto a esas hermosas palabras, recordé la letra de mi gaita favorita ―la gaita es la música tradicional del Zulia―, esa canción llamada: Aquel Zuliano ―del gaitero Ricardo Cepeda―, que dice así:
“En la bruma resplandece
Maracaibo cuando duerme
Y taciturna desprende
El aroma de su arcano
Cuando noble y grata emerge
La imagen de aquel zuliano.
En la aurora se agiganta.
Despierta y se estremece
La ciudad del sol amada,
Cuando la voz adorada
De aquel bardo fiel le canta
Orgullosa se levanta
Y a su terruño le ofrece
Su corazón en la mano.”

            Y después de tararear esas estrofas en mi mente y ver a Maracaibo hacerse más pequeña en mi ventana, fue inevitable llorar de nuevo.


2 comentarios: