jueves, 23 de junio de 2022

Caries que Hablan 🦷 | RELATO

Waldemaro es un dentista que implementa un nuevo aparato a sus consultas, un dispositivo llamado: Vox Mentis. Este artefacto colocado en las sienes de sus pacientes, le permite escuchar sus pensamientos a través de unos altavoces, entretanto hurga sus bocas. ¿Pero que pasaría cuando la voz que escucha no es la de uno de sus pacientes en la sala?

Ciencia Ficción y Terror

        Sentado en su escritorio, el Doctor Waldemaro Sant ―mejor conocido como Dr. Wally―, desayunaba un yogurt griego con frutos secos, su desayuno preferido. Aprovechaba el tiempo libre, esa mañana no tenía pautada ninguna cita, eran alrededor de las 10:00 a.m. y su secretaria Rosa, le había comunicado que el primer paciente sería para las 11:00 a.m.; por lo que había escuchado, apenas y era una revisión general bucal, nada complicado, por lo que el resto del día estaría bastante tranquilo. Pasaría esa hora libre de la mañana viendo algunos videos en YouTube, como siempre lo hacía.

            Waldemaro era un señor mayor, de tes rubia añeja como la paja, se le estaba cayendo el cabello, pero no se le notaba al dejar crecer su barba; alto, un poco regordete y con unos anteojos enormes que se reusaba a cambiar por una montura nueva. Era un odontólogo dedicado, le encantaba su trabajo y a esas alturas de edad, ―62 años―, no había conseguido siquiera un indicio de aburrimiento en su rutinaria labor de dentista. Consideraba que arreglar sonrisas era una tarea de suma importancia para la sociedad, una buena sonrisa acompañada de buenos gestos y una elocuente carcajada llena de amabilidad, era incluso mejor vista que la mejor vestimenta o el más caro maquillaje. Le gustaba esa frase que decía: «Los ojos son la ventana del alma», pero le agradaba pensar que la boca ―especialmente los dientes―, eran la voz de esa alma. De nada servía una cara bonita cuando de entrada la gente se encontraba con un desagradable aliento o una dentadura visualmente incómoda.

            Durante todos sus años de carrera dentaria, Waldemaro había disfrutado de la evolución e innovación de la tecnología en su área. Recordaba como antes se tardaba casi un día para darle resultados a sus pacientes, sacando una radiografía o extrayendo una muela con antiguos métodos. Ahora todo era más fácil y para un experto como él, la tecnología odontológica le facilitaba aún más el trabajo, dándole tal eficacia que cumplía con su labor en tiempo récord. De vez en cuando, cerraba el consultorio algunos fines de semana para salir a pasear con su familia, sus hijos ya estaban mayores y tenían hijos, por lo que iba con su esposa Marta a pasear o a visitar a los nietos.

            Bendecía las maravillas de la tecnología, gracias a ello, tenía más tiempo para sí mismo y para su familia. Y cada vez que aparecía un aparato nuevo o un método más rápido, eficiente y confiable, el Dr. Wally no tardaba en llamar y solicitar audiencias para aprender a usarlo en su consultorio.

            El último artilugio era su favorito, ―no era un dispositivo médico como tal, miles de rubros y empresas lo usaban en sus trabajos―, pero ciertamente, aunque tampoco le agilizaba las tareas a Waldemaro, le fascinaba por el simple hecho de innovar en la ciencia y por la comodidad en el trato de doctor y paciente. Como un buen anciano simpático, al Dr. Wally le encantaba hablar con los pacientes, la charla no era algo amena a la hora de entablar una conversación con tu dentista, cuando tienes que tener la boca abierta todo el tiempo y responder con simples y cortos: «ajam», «uhm», «umm», «jih jih» y «nah», y ese nuevo artilugio cambiaba todo.

            Aquí es cuando el aparato mágico ―como le gustaba decirle Waldemaro―, hacía su entrada y le permitía hablar con los pacientes.

 

            Esa tarde el día laboral casi terminaba, el Dr. Wally y su secretaria Rosa esperaban al último paciente del día, la última cita era a las 6:20 p.m., faltaban pocos minutos.

            Rosa tocó la puerta y asomó la cabeza.

            ―Dr. Wally, ya llegó el Sr. Contreras ―mencionó ella con un tono seco.

            El doctor lo notó de inmediato y se quitó los lentes tirándole una mirada de preocupación.

            ―¿Pasa algo, Rosa? ―Le preguntó Waldemaro.

            ―El Sr. Contreras es el paciente nervioso que le comenté, está aterrado y su hijo no pudo venir a acompañarlo ―explicó sobándose el brazo, Rosa lo hacía cuando estaba nerviosa también.

            ―Ah, no pasa nada. Hazlo pasar, entre viejos nos entendemos ―dijo el doctor, levantándose de su silla.

            Desde el pasillo se escuchaban los cuchicheos y ruidos de Rosa y el Sr. Contreras, ella lo traía del brazo, el tipo estaba temblando de miedo. Waldemaro lo miró de arriba abajo cuando entró al cuarto, era un tipo de estatura promedio, casi del mismo tamaño que Rosa, muy flaco y un tanto cabezón, la forma de su cabeza parecía la de un huevo con poco cabello en la punta, sin embargo, tenía unas patillas prominentes y pobladas. El Sr. Contreras tenía los ojos abiertos como platos, se le desbordaba el nerviosismo por la mirada, se notaba a leguas que no quería estar allí, pero Waldemaro le daba cierto crédito al sujeto, tenía agallas; era eso, o el dolor que tenía en los dientes era mayor que su cobardía.

            ―Buenas tardes, Dr. Sant ―dijo tartamudeando.

            ―Casi buenas noches, Sr. Contreras. ―Le contestó Waldemaro, haciéndose el gracioso.

            ―Raúl, por favor. ―Le pidió el señor.

            ―En ese caso, a mí todos me dicen Wally, Dr. Wally. ―Se corrigió a sí mismo y le estrechó la mano a Raúl.

            Waldemaro se aseguró de apretarle la mano con firmeza y suavidad, el Sr. Contreras estaba tan asustado que le temblaba la mano y casi se le resbala del hombro el enorme bolso deportivo que llevaba colgando, el Dr. Wally lo tomó con ambas manos y le sonrió.

            ―No hay de que preocuparse, nadie se muere en el dentista, ¿verdad? ―bromeó mirando a Rosa para que lo respaldara.

            La chica asintió sonriendo.

            ―Son cosas mías, Dr. Wally. ―se excusaba Raúl―. He tenido muy mala suerte en estos días, cosas del trabajo ―repuso, sobándose la cabeza.

            ―Tome asiento, Raúl. No tengo más pacientes, podemos charlar un rato, así que trate de relajarse, cuénteme en qué trabaja ―curioseó.

            Hizo indicaciones a Rosa para que los dejara solos y la chica se marchó.

            El Sr. Contreras se sentó, secándose la frente con un pañuelo. Dejo el enorme bolso en el piso, detrás de la silla.

            ―Soy arqueólogo, trabajo en una excavación cerca de aquí, al oeste de la ciudad, cerca de La Curva ―explicó relajándose un poco.

            ―Ah, esa excavación con las ruinas debajo de un estacionamiento en el supermercado de CocoMarket. Lo leí en las noticias hace unos meses ―recordó Waldemaro.

            ―Sí, efectivamente. Soy parte del departamento de extracción y restauración de objetos, yo no… hago las excavaciones ―movió las manos sobándose los nudillos, controlando más su temblor.

            ―Muy interesante. Ambos trabajamos con cosas pequeñas y arreglando detalles. Ya tenemos algo en común ―mencionó Waldemaro sentándose del otro lado de su escritorio.

            ―Sí, la verdad sí ―aceptó Raúl, relajándose un poco más después de una risita un tanto nerviosa.

            ―Entiendo que esté nervioso, no es el primer paciente así y vaya que he tenido pacientes. ―Se puso los lentes―. Yo odio ir al oftalmólogo, eso de que me estén revisando los ojos, es otro cuento. A mí esposa le da igual los oftalmólogos o los odontólogos, pero le aterran los podólogos, no sé qué le pasa a esa mujer con los pies, es un karma que tiene que limpiar. ―Se rió con una fuerte risa contagiosa.

            El Sr. Contreras le siguió el juego con su risilla nerviosa, se calmaba de a poco.

            ―Entonces, Raúl. Rosa me comentó que venías por una revisión general, ¿Tienes algún dolor o una molestia? ―Le preguntó el doctor.

            Secándose la frente de nuevo con su pañuelo, el Sr. Contreras tartamudeaba al hablar.

            Waldemaro se levantó de su asiento y acomodó la silla reclinable de dentista, indicándole al Sr. Contreras que se recostara allí.

            ―Trato de cuidar muchísimo mis dientes, Dr. Wally ―decía entre tanto caminaba a la silla―. Uso pasta dental de la buena y hasta hilo dental. Pero hace unos días fui descuidado comiendo maní… tengo una muela… una muela. ―Le costaba terminar de hablar por su tartamudeo.

            ―Una muela rota ―completó Waldemaro―. Ya veremos qué tan grave es, normalmente no es tan complicado si se ha cuidado los dientes como dice, Raúl ―comentaba preparando al paciente.

            Recostado en la silla, el Sr. Contreras miraba el techo de la habitación, había una pantalla de televisor apagada.

            ―¿Le gustaría que colocara algo en el televisor? ¿Alguna música o video relajante? ―Le ofreció Waldemaro.

            ―No, gracias, Dr. Wally. Es mejor todo en silencio ―tragó saliva nervioso.

            ―Como guste ―dijo el doctor―. Sabe, tengo la creencia que la voz y la charla son el mejor calmante. Uno se desahoga hablando, es por eso que a todos los médicos nos gusta hablar con los pacientes, para que se relajen ―explicaba Waldemaro, acomodándole a Raúl el babero dental impermeable encima del pecho por debajo de su cuello―. Con los odontólogos se complica la charla, porque el paciente no puede hablar, por eso me fascina este aparatito mágico ―mencionó sacando un estuche de plástico de una gaveta.

            El estuche era parecido a esos envases donde se guardan los lentes de contacto, una cajita rectangular de plástico de un azul transparente.

            ―¿Conoce esto, Raúl? ―preguntó Waldemaro agiganto el estuche.

            ―¿Eso es un sensor Vox Mentis? ―curioseó―. Solicitamos unos modelos para la excavación, pero no han llegado todavía ―recordaba Raúl.

            ―Justamente. Este invento es una maravilla ―decía Waldemaro con emoción, destapando el estuche.

            Sacó de la cajita dos objetos circulares planos como si fueran dos monedas, eran de un material aparentemente plástico, de color blanco, superficie lisa y brillante. Tenían una lucecita roja que parpadeaba.

            ―Aquí está la voz del alma, Raúl ―mencionaba el doctor, con los objetos planos en sus dedos―. El pensamiento hecho voz gracias a la tecnología ―dijo maravillado.

            Tomó ambos objetos con los dedos índice y pulgar para mostrárselos en detalle al Sr. Contreras. Dos monedas blancas de plástico con un botón plano en la superficie, tenían una especie de resina pegajosa del otro lado.

            ―No se mueva, se lo colocaré a la altura de la sien. ―Le indicó el Dr. Wally.

            Con sumo cuidado el doctor puso las monedas de plásticos dónde había indicado, justo por encima de las cejas del Sr. Contreras hacia los costados, se adhirieron como si tuvieran un pegamento. Suavemente Waldemaro presionó los botones del plástico activando los aparatos. Sonó un casi imperceptible pitido y la lucecita roja cambió a verde.

            ―Listo ―dijo el doctor―. Ahora trate de decirme algo con su mente, solo palabras, cualquier cosa ―sugirió moviendo las manos.

            ¿Cualquier cosa? ―pensó Raúl.

            Su voz sonó fuera de su cabeza, un tanto distorsionada por el sonido de unos parlantes.

            Raúl se sorprendió tanto que se llevó una mano a la boca.

            Es como magia ―dijo Raúl en su cabeza.

            ―Eso mismo pienso yo, amigo ―rió Waldemaro―. Puse parlantes en las esquinas de la habitación para que se escuchara mejor ―señaló cada rincón del techo.

            Cuatro bocinas rectangulares estaban colgadas en las esquinas superiores, de un color púrpura oscuro que hacía juego con el púrpura claro del techo.

            ―Había leído de esto… ―decía Raúl, pero el doctor lo interrumpió indicándole que no hablara y se señaló la sien―. Había leído sobre esto en Internet ―relató de nuevo hablando con su mente―. Vox Mentis lo usan en todos lados, en las construcciones, comunicaciones internas, discursos… para las personas mudas ―abría los ojos como platos, sorprendido y hechizado.

            ―Las maravillas de la ciencia no dejan de sorprenderme, amigo. Ni me imagino como serán las cosas en veinte años ―mencionó el doctor, colocándose los guantes de látex y una mascarilla.

            Al ver al doctor preparado, Raúl tragó saliva y apretó los labios.

            ―Revisemos esa muela entonces ―dijo Waldemaro, con el pequeño espejo bucal en la mano.

            El paciente suspiró sus últimos nervios, cerró los ojos y abrió la boca. El doctor preparó la boca del paciente y comenzó a indagar.

            ―A ver, Raúl. Cuéntame un poco de ti, ¿qué hallazgos han hecho en esa excavación arqueológica que mencionaste? ―El doctor comenzaba una conversación.

            A través de sus párpados, Raúl sintió como el Dr. Wally encendió la luz intensa de la silla y la posicionó encima de su cara. Apretándole la mandíbula con suavidad, el doctor movió un poco la cabeza del paciente y procedió a introducir el espejo para revisar los dientes.

            Verá Dr. Wally, yo trabajo para el Museo Betancourt ―comenzaba a hablar más relajado―. Cuando comenzaron a excavar para construir el estacionamiento nuevo del centro comercial, los trabajadores se consiguieron con paredes raras y rudimentarias con glifos que no habían visto antes. ―En su mente, la voz de Raúl no tartamudeaba―. Llamaron a las autoridades y después los bomberos contactaron con el museo. La Alcaldía de la ciudad está financiando la excavación y los del museo por otra parte, nos encargamos de todo lo demás; descifrar jeroglíficos, extracción de objetos, limpiar superficies, restauración ―seguía explicando con elocuencia.

            Desde que Waldemaro había comenzado a usar el Vox Mentis en sus consultas, le sorprendía el cómo la voz interna cambiaba la entonación de las palabras en las personas. Suponía que esa voz que escuchaba por los parlantes, era la voz verdadera de las personas, aquella que callan cuando quieren comentar algo y se lo guardan muy adentro, esos comentarios en la cabeza cuando ven algo que no les gustan o, por lo contrario, cuando conocen a alguien del que se añoran, se lo comen con la mirada, pero se guardan sus pensamientos. La voz del alma, la voz que no calla sus opiniones ni se traba.

            ―Suena muy interesante, Raúl ―comentaba el Dr. Wally revisando la boca del paciente, tenía las encías derechas inferiores inflamadas―. ¿Encontraron algún hallazgo importante? ―Le preguntó.

            Hay paredes con historias, pero están rotas e incompletas. ―Raúl cerró los ojos y aguantó las ganas de respirar profundamente―. Y… el equipo encontró objetos, piezas históricas de gran valor ―dejó de hablar repentinamente.

            ―¿Cómo reliquias de oro y ese tipo de cosas? ―curioseó el Dr. Wally.

            Por eso le dije que había tenido mala suerte últimamente, Dr. Wally. ―El tonó de voz cambió a una frecuencia que transmitía preocupación.

            Waldemaro retiró sus manos de la boca de Raúl. Había hallado el problema.

            Desde que conseguimos eso todo va de mal en peor ―dijo con voz ahogada, otro hilo de voz seco también sonó desde su garganta―. Ha habido accidentes en la excavación, mi teléfono celular se ha roto, mi esposa me pidió el divorcio, robaron mi laptop y ahora parece que me rompí una muela comiendo maní… comiendo maní ―repitió sin creérselo el mismo.

            ―Lamento mucho escuchar eso, Raúl. Es solo una mala racha con situaciones acumuladas, pero te prometo que todo mejorará poco a poco cuando arregle ese dolorcito que tienes, ¿Qué te parece? ―Waldemaro le apretaba el brazo a Raúl para subirle los ánimos.

            Raúl abrió los ojos de par en par, tenía la pupila dilatada, se movía con nerviosidad.

            ¿Qué tengo, Dr. Wally? ―preguntó tragando saliva.

            ―Se rompió tu cordal derecha, tiene una leve carie. Por lo que vi, tengo que extraerla para que no tengas ninguna futura infección y derive en algo peor. ―Le explicó con lentitud.

            El paciente comenzó a sudar y a respirar con mayor agitación. Raúl escupió en la salivera, secándose el sudor de la frente.

            ―¿Es… es muy grave, Dr. Wally? ―habló con su voz natural―. No… no quiero que me ocurra nada, estoy bañado en mala suerte ―continuó diciendo, entre tanto el temblaba la barbilla.

            ―Calma, calma ―Waldemaro movió las manos―. Está bastante rota, pero no te dolerá. Solo hace falta mover la muela un poco y extraerla pedazo a pedazo, nos tardaremos menos de diez minutos, te lo prometo. ―Le cogió la mano y se la apretó para calmarlo―. Lo único que te dolerá será un pequeño pinchazo de la anestesia, es como el piquete de un mosquito ―señaló su propia mejilla.

            ―¿Anestesia general? ―preguntó esperanzado.

            ―Raúl… ―dijo el doctor sorprendido―. No estamos en un quirófano, aquí no hay anestesia general. Es solo una simple extracción, anestesia local. No sentirás nada, te lo aseguro. ―Le prometía juntando las manos.

            El doctor sacó de la gaveta de sus utensilios la jeringa y la anestesia. El Sr. Contreras guardó silencio y cerró los ojos.

            Dios mío, me van a matar ―dijo en su mente y sonó por los parlantes, él no se dio cuenta.

            ―Raúl, amigo. Todo estará bien, nadie se muere por una muela rota, he hecho esto miles de veces, hasta con personas mayores y niños ―decía Waldemaro con la enorme ampolleta de anestesia en la mano.

            La luz del foco le daba de lleno al Sr. Contreras en la cara, no quería abrir los ojos para no ver la jeringa, pero se la imaginaba aún más grande de lo que era.

            No es eso Dr. Wally ―continuaba nervioso―. Es cosa del trabajo, encontramos algo peligroso. Le dije, desde que vi esa reliquia he tenido una maldición de mala suerte. ―Se llevó las manos a la nariz.

            El doctor se detuvo, le daba curiosidad.

            ―¿Y qué es eso que encontraron? ―preguntó.

            Una estatuilla de cobre y jade ―respondió con rapidez, tenía la imagen perfectamente clara en su cabeza―. Es un ídolo pequeño del tamaño de un trofeo, tiene forma de un nombre en posición fetal, tomándose de las rodillas y lleva una máscara sonriente con rasgos de reptil ―pausó unos segundos―. Es horrible, está maldita, doctor. Créame. ―Le suplicó quitando las manos de su rostro.

            ―Amigo Raúl, no crea en esos mitos y supersticiones.―Le consolaba―. Le noto un fuerte ataque de pánico, eso puede ser por acumulación de estrés, quisa por su divorcio y todo lo demás que me cuenta ―trataba de razonar con él―. Le aconsejo ir a terapia, le puedo recomendar a un amigo psicólogo después de que saquemos esa muela. ¿Y qué tal le suena unas vacaciones fuera de todo estrés? Hasta a mí me hacen falta ―bromeó un poco para amenizar la conversación.

            Cuando el Sr. Contreras abrió los ojos y vio la larga jeringa, trató de levantarse de la silla, se golpeó la frente con la lámpara que le iluminaba el rostro.

            El doctor Wally lo sostuvo del pecho empujándolo con suavidad hasta recostarlo en la silla.

            Va a pasar, va a pasar ―decía Raúl con angustia.

            ―Raúl, cálmate ―pedía el doctor―. Abre la boca y aprieta con fuerza los reposabrazos de la silla, eso te ayudará ―indicaba con paciencia.

            Obedeciendo con miedo, las manos del Sr. Contreras se tensaron de tal manera apretujando los reposabrazos, que se marcaban sus tendones. Le temblaban las piernas y le entraron ganas de orinar.

            Las manos del doctor sostuvieron de nuevo la mandíbula del paciente, asomó la jeringa deslizándola cuidadosamente en la boca del Sr. Contreras.

            ―Mueva la lengua al otro lado, trate de no toser. ―Le ordenó.

            Pestañando con fuerza, el Sr. Contreras desviaba la mirada intentando buscar alguna cosa que ver a su alrededor para distraerse. Y entonces sucedió, su mirada paseó por el escritorio del odontólogo, vio un cubo hueco con varios bolígrafos o plumas puestos, un portarretrato de espaldas, una pequeña planta quizá de plástico… y algo que lo aterró de miedo, un objeto maldito que conocía muy bien.

            ¡No! ―gritó en su cabeza―. Espere, doctor, ¡Está aquí! Vino a buscarme ―entró en desesperación.

            El pequeño ídolo de cobre y jade estaba allí con ellos, viendo al Sr. Raúl Contreras desde el escritorio. La sonrisa de la estatuilla era ambigua, su boca era torcida y graciosa, a un punto retorcido que daba miedo, como la burla de un payaso asesino.

            La sola presencia del ídolo aborigen representó un cambio abrupto en el ambiente. El Sr. Contreras se sintió extremadamente pesado en la silla, una fuerza descomunal e invisible lo sostenía, como si una manta de plomo invisible lo estuviese arropando. Una sensación de malestar y mareo lo rodeó, su vista le hacía jugarretas, veía una especie de neblina verdosa manifestándose en el suelo del consultorio. Las luces pestañaban y por lo que notaba, el Dr. Wally no percibía nada de eso.

            El ídolo seguía allí, viéndolo con su sonrisa, esperando que su presencia malagüera desprendiera su maldad.

            En ese instante, la aguja de la jeringa con la anestesia, había pinchado la encía del Sr. Contreras. Cómo lo había dicho el Dr. Wally, la sensación era como el pinchazo de un mosquito, pero algo iba mal, porque el Sr. Contreras sintió esa jeringa como si el doctor la hubiese calentado en fuego segundos antes de meterla en su boca.

            ¡Está aquí, doctor! ¡Quiere matarme! ¡Quiere matarme! ―vociferaba como si la voz de su mente tuviera una garganta que desgarrar.

            La desesperación fue tal, que la mandíbula del Sr. Contreras se cerró automáticamente como si fuera un caimán. Waldemaro se asustó, tenía la aguja dentro de la boca del paciente y este apretaba los dientes con una fuerza sobrehumana. El doctor intentó retirar la jeringa, pero le era imposible.

            El Sr. Contreras movía la cabeza de un lado a otro sin dejar de soltar la jeringa, se hacía daño dentro de la boca y unos hilos de sangre comenzaban a surgir por entre la comisura de sus labios.

            ―¡Rosa! ―llamó Waldemaro―. ¡Necesito ayuda! ―gritó con más fuerza a su asistente.

            El pecho del Sr. Contreras se movía con una respiración agitada y peligrosa, sus manos se tensaban al igual que sus pies, como si estuviese amarrado a la silla. Los ojos se le torcían hacia arriba, perdiendo la vista. Forcejando con el paciente, el Dr. Wally resbaló inclinándose encima del Sr. Contreras y la aguja se clavó muchísimo más dentro de la encía hasta el fondo de la mandíbula. Waldemaro sintió como rompía la carne y los tejidos del señor.

            Y con un último espasmo vertiginoso, acompañado de convulsiones, saliva, espuma y sangre. El Sr. Raúl Contreras dio respiró por última vez, dejando de moverse.

            Abrió la boca chorreando sangre y saliva, tenía la jeringa clavada en la boca, había quedado parada y sobresaliendo con un leve movimiento de tensión. No respiraba.

            El impacto de la escena hizo retroceder a Waldemaro y tropezar con el bolso que el Sr. Contreras había dejado en el suelo, Waldemaro cayó de nalgas. Había un silencio templado, solo el sonido del extractor de saliva seguía succionando, a pesar de que al Sr. Contreras se le derramaba todo por la boca.

            Cuando Rosa entró a la habitación y vio la escena, se le escapó un grito ahogado, jamás había ocurrido algo semejante en el consultorio del Dr. Wally.

            ―Ay, Dios mío… ―decía Rosa, llevándose las manos a la boca―. ¿Qué ha pasado, doctor? ―Se le acumulaban lágrimas nerviosas en los ojos.

            ―Madre Santa… ―expresó Waldemaro, se quitó los lentes y los puso en su escritorio antes de levantarse del suelo―. Tuvo un ataque de histeria y se puso agresivo ―dijo explicándose, sonaba más bien como si se diera una excusa a sí mismo―. Hay… hay que revisar sus signos vitales. ―Le pidió a Rosa.

            La chica ya se había adelantado entre tanto el doctor se componía. Rosa revisó el pulso del Sr. Contreras, estaba completamente ido y vacío, fue una muerte fulminante.

            ―Está muerto, Dr. Wally… no tiene pulso ―confirmó apretando los labios y secándose las lágrimas con el borde de su blusa manga larga.

            ―Solo había que extraerle una muela rota ―dijo para sí mismo.

            ―¿A quién debemos llamar? ¿A la ambulancia, a la policía? ―preguntó Rosa, también estaba nerviosa.

            Rosa era una chica joven, tenía unos veinticinco años de edad, llevaba tres años trabajando como asistente del Dr. Wally desde que se había graduado de odontología también. Le ayudaba como secretaria y de vez en cuando como enfermera asistente cuando alguna cosa se complicaba un poco, o cuando el doctor necesitaba un par de manos extras. Jamás en esos tres años de laburo había presenciado algo semejante como una muerte odontológica; una vez un paciente igual de nervioso que el Sr. Contreras se había movido y el doctor le rompió la comisura de los labios, hubo sangre claro está, pero nada que ella y el doctor no pudieran resolver rápidamente… pero, un cadáver acostado en la silla del dentista, con una jeringa clavada en el paladar, eso se salía de sus manos, ¿a quién llamarían entonces?

            ―Llama… ―pensaba el doctor―. Llama a la policía desde tu teléfono, yo llamaré al Hospital Santa Mónica para que traigan a una ambulancia ―pensó con más claridad, pasándose una mano por la cabeza, peinándose hacía atrás.

            No es necesario ―dijo una voz granulada casi imperceptible.

            ―¿Disculpa? ―Waldemaro se giró para ver a Rosa a la cara.

            ―¿Se siente bien, Dr. Wally? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua? ―preguntó la chica.

            ―No, no… pensé que habías dicho… descuida ―movió las manos excusándose―. No toquemos el cuerpo hasta que lleguen las autoridades ―caminó hasta el escritorio tomando el teléfono inalámbrico.

            Con el dedo pulgar tembloroso buscó el contacto de emergencia del hospital, marcó el número y esperó el tono de llamada con el parlante en su oreja. La línea telefónica sonaba extraña, distorsionada, el sonido molestaba al oído.

            ―Dr. Wally, no tengo cobertura en mi celular, tampoco reconoce el Wi-Fi ―exponía la chica extrañada.

            Waldemaro colgó la llamada y revisó su celular. En la parte superior vio que tampoco tenía cobertura, ni señal de Internet, mucho menos el símbolo del Wi-Fi como decía Rosa.

            ―Justo ahora, no puede ser. ―Se quejó con enojo.

            Revisó su laptop y estaba igual, sin señal alguna. El doctor fue directo al modem del Internet para reiniciar el router, tenía una luz roja que indicaba su falta de conectividad.

            ―Tenía que haber problemas con las señales justo ahora. ―No se lo podía creer, era muy mala suerte―. Rosa ve a ver si los locales vecinos tienen teléfono o Internet y haz las llamadas, por favor. ―Le pidió con una voz tensa―. Necesito ir un momento al baño ―precisó tocándose el entrecejo.

            El doctor fue al baño, se echó agua en la cara para espabilarse. Abrió el compartimiento del espejo del baño y sacó un tranquilizante, se lo tomó de golpe pegando la boca al agua del lavamanos.

            Entre tanto, escuchaba ruidos afuera del baño, algunos gritos de Rosa y otras voces entremezclándose con las de ella. La pobre chica seguro les explicaba la situación a los vecinos. Al lado del consultorio había una tienda de pinturas donde también enmarcaban cuadros y del otro lado, una tienda de ropa para bebés.

            Al salir del baño, escuchó claramente una voz además de la de rosa, otra vez con ese efecto sonoro granulado y distorsionado.

            Ven aquí, ven aquí, doc ―dijo la voz.

            Waldemaro persiguió el sonido con los oídos, provenía de la habitación dónde habían dejado al Sr. Contreras. Cuando fue a caminar, otro grito de Rosa lo alertó y se desvió para ver que ocurría.

            Rosa estaba tirada en el suelo frente a la puerta, llorando asustadísima, le temblaban las manos y se sobaba el brazo nerviosa.

            ―¿Qué pasó, Rosa? ―Le preguntó.

            ―Dr. Wally… la puerta no abre, se trabó. ―La chica sollozaba, tenía en la mano una llave rota―. Fue sin querer, intenté abrirla con la llave y se rompió ―arrugó la cara aguantando el llanto.

            ―Que mala suerte ―dijo Waldemaro en voz baja―. No pasa nada, Rosa. Voy a sacar el pedazo roto con una pinza, creo que tengo un repuesto de las llaves en un cajón de mi escritorio, ¿está bien? ―Le dijo sobándole la cabeza.

            De vuelta a la habitación, Waldemaro no recordaba si habían apagado las luces, estaba oscuro, la luz de afuera iluminaba tenuemente los bordes de los objetos, solo la lámpara de la silla alumbraba al cuerpo muerto del Sr. Contreras. El extractor de saliva seguía sonando.

            Encendió las luces, dio unos pasos hacia la silla apagando todos los mecanismos. Vio de nuevo a su difunto paciente, no podía creer lo que había pasado, era muy mala suerte, pensaba.

            Sí, mala suerte. Muy mala suerte ―escuchó la voz de nuevo.

            Waldemaro se giró, estaba vez se había asustado, la voz salió de los altoparlantes que había puesto en cada esquina de la habitación.

            ―¿Quién anda ahí? ―preguntó con enojo―. No es un buen momento para hacer bromas interfirieron con la señal, ¿De dónde transmites? Tenemos una situación grave aquí ―alzó la voz con más firmeza.

            Muy grave, muy muy grave ―repitió la voz, sonaba como un susurro burlón.

            ―¿Está en este edificio? ¿Podría llamar a la policía, por favor? Es una emergencia. ―Le ordenó mirando a los altavoces.

            Estoy en esta habitación, Dr. Wally ―declaró la voz―. Con usted, con Raúl, con Rosa… ―reía con gemidos ahogados.

            ―Hágame el favor de comportarse, no estamos para juegos, hay un muerto ―exigió enojándose más.

            Pronto habrá más. ―La risa ahogada resonó como un diminuto eco.

            De repente, Rosa gritó de nuevo. Waldemaro salió de la habitación. La chica tenía las manos llenas de sangre con una tijera clavada en la palma derecha, había pequeños charcos rojos en el suelo blanco del consultorio.

            ―Pero, ¿qué pasó, Rosa? ―Se angustió el doctor.

            ―Solo quería sacar la llave y me resbalé. ―La chica no sabía si tocar la tijera―. ¿Qué hago, doctor? ¿Saco la tijera? ―respiraba tan rápido que Waldemaro pensó que se desmayaría.

            ―Aquí tenemos lo necesario para curarte hasta que podamos salir. ―Le explicaba para calmarla―. Voy a colocarte anestesia para retirar la tijera, tenemos bastantes gasas para cubrirte la mano y luego iremos al hospital. Siéntate y no te muevas ―ordenó pausadamente.

            La chica obedeció, miraba su mano desconcertada, las lágrimas le nublaban la visión.

            ―Es demasiada mala suerte, doctor. Quiero irme a casa ―decía Rosa entre lágrimas.

            «Mala suerte», pensó de nuevo el doctor.

            Al entrar de nuevo a la habitación, la luz estaba apagada otra vez. Él la había encendido, sin duda… ¿Qué estaba pasando?

            El interruptor no funcionaba, era el colmo.

            Buscó otra jeringa con anestesia y unas gasas. De repente, escuchó un ruido, como si algo se hubiese movido en la habitación, como una rata escabulléndose.

            Waldemaro se giró y entrecerró los ojos intentando adaptar su vista a la oscuridad.

            ¿No tiene miedo, Dr. Wally? ―preguntó la misteriosa voz.

            ―Déjese de tonterías, no tengo tiempo para sus bromas ―sonsacó―. ¿Puede llamar a la policía, por favor? ¿En dónde estás? ¿Es en este edificio? ―hizo muchas preguntas.

            No puedo llamar a la policía, doc. Y estoy más cerca de lo que piensa… ―dijo pausadamente―. Estoy en esta habitación, con usted… Raúl me trajo ―confesó con otra risita ahogada.

            El Dr. Wally estuvo a punto de salir de la habitación y se detuvo al escuchar eso último. Se giró de nuevo dando un rápido paneo a la habitación.

            ―¿Quién me está hablando? ―preguntó con firmeza.

            Oh, he tenido muchos nombres, Dr. Wally ―decía la voz―. Nombres malditos, ocultos, prohibidos, nombres impronunciables. Es gracioso, porque incluso con esta voz. ―Se rió de nuevo―. Que debo agradecer a este artilugio, hacía tiempo que no podía emitir ni un solo sonido ―comentó brevemente y limpió voz―. No puedo pronunciar mi nombre con este idioma. Los primeros habitantes de estas tierras me decían Xohahamti, luego los conquistadores me apodaron como El Marcado o El Maldito ―narraba elocuentemente.

            Un escalofrío le recorrió la espalda a Waldemaro, se había paralizado, el sudor frío le caía por el rostro y la espalda. «Mala suerte», pensaba de nuevo recordando lo que decía el Sr. Contreras.

No entendía por qué escuchar esa voz le producía irregularidad. Había algo allí con él fuera de los cabales, hasta ahora no había caído en cuenta cómo esa voz lo escuchaba a él, la Vox Mentis era un dispositivo solo de emisión, no de transmisión y era prácticamente imposible que hubieran intervenido el micrófono de su celular o de su laptop para que quién fuera que hablara lo escuchara a él, además, el Internet y el Wi-Fi estaban desactivados, era imposible que pudieran escucharlo de alguna manera, entonces, ¿cómo estaba entablando una conversación con esa persona?  Comenzaba a entender que quizá esa voz no era humana, no existía ninguna persona hackeando su sistema de audio. La Vox Mentis estaba emitiendo o captando una señal distinta, una voz que pertenecía a otro lado.

            ―¿Dónde estás? ―preguntó el doctor.

            Aquí. ―Le respondió la voz.

            La mirada de Waldemaro recorrió la habitación, no notaba nada, escuchaba la respiración de la voz en los parlantes. De repente, captó una lucecita de soslayo, un pequeñísimo brillo verde titilando en la habitación, ¡La Vox Mentis de Raúl sí estaba activada! Posó la mirada en el cadáver de su paciente, las monedas de plásticos seguían activas en las sienes del Sr. Contreras, ¿De ahí surgía la voz?

            La habitación estaba tan oscura, que Waldemaro no había notado lo resaltantes que eran los ojos blancos del Sr. Contreras, dos puntos blancos en la oscuridad, opacos, pero brillantes al mismo tiempo; como si aquella luminosidad que quedaba en la habitación fuera devorada por esos ojos muertos. Recordaba porqué le daba repelús ir al oftalmólogo, los ojos son aterradores y unos ojos muertos, peor todavía.

            Sin dejar de posar la mirada en los brillantes ojos blancos, Waldemaro pensaba qué sería lo siguiente que preguntaría, quería saber qué demonios estaba ocurriendo en su consultorio. Por un instante, ―quizá productor de su mente nerviosa―, le pareció ver como el cadáver del Sr. Contreras pestañaba y movía su cabeza.

            Se le hizo un nudo en la garganta.

            Rosa gritó pidiendo auxilio y despertó a Waldemaro de su letargo. Se había olvidado de ella.

            Cruzó la puerta e inmediatamente le aplicó los primeros auxilios a su asistente y le vendó la mano. Waldemaro trabaja inconscientemente, de manera operativa, su mente estaba en otro sitio, quería volver a la habitación y hablar con eso en los parlantes.

            ―¿Dr. Wally, me está escuchando? ―preguntó Rosa.

            La chica había estado hablando, el doctor no le prestaba atención.

            ―Lo siento, Rosa. Estoy distraído, está ocurriendo algo muy extraño aquí ―dijo en voz baja, pretendiendo que aquello no escuchara.

            ―¿Consiguió las llaves de repuesto? ―Le preguntó la chica.

            ―Las iré a buscar, estoy seguro que están en mi escritorio ―recordaba tocándose la sien―. Quédate tranquila, cálmate y trata de relajarte, ya saldremos de esta ―Waldemaro le hablaba con voz serena.

            Había olvidado la llave de repuesto, cuando entró de nuevo a la habitación se golpeó el codo con el pomo de la puerta, el golpe le dio un corrientazo en los nervios que le recorrió todo el brazo hasta llegarle al cuello; de esos golpes tontos, pero que duelen.

            Usted es un hombre de mucho temple, Dr. Wally ―comentó la voz cuando Waldemaro entró―. Bondadoso, valiente y honesto. No como Raúl Contreras o Rosa, ellos caen con facilidad, porque no son buenos ―agregó con un sonido ahogado en la voz.

            No quiso prestarle atención, Waldemaro revisaba las gavetas de su escritorio buscando la llave de repuesto, pero a oscuras era un tanto difícil.

            ¿Ahora me ignora? ―preguntaba la voz―. Eso no sirve, doc. Mi influencia es inevitable ―aseguraba atenuando su voz.

            ―Usted no influye en nada y lo quiero fuera de mi consultorio. Váyase de aquí, esto es propiedad privada, ¡Fuera! ―Le gritó como una amenaza.

            La voz soltó una carcajada entrecortada.

            ¿Qué cree usted que soy, doc? ―Le preguntó entre risas―. Me trata como un espanto o un fantasma, no estoy muerto, tampoco puedo moverme, pero sigo vivo. ―Le confesó.

            Waldemaro fijó la mirada en el cadáver inerte, esos ojos blancos lo miraban fijamente en la oscuridad.

            ―Usted es… ¿Otra personalidad de Raúl? ¿Es un demonio que poseyó su cuerpo? ―preguntó con miedo, le temblaba la mano que buscaba en los cajones.

            ¿Otra personalidad? ―se preguntó a sí mismo con otra risita―. Eso es nuevo, nunca me habían dicho eso, supongo que es porque estoy hablando a través de este artilugio en la cabeza de Raúl ―razonaba―. No, doc. Yo soy yo, y tampoco soy un demonio, quizá algo muy parecido, inclusive peor ―derivaba―. Raúl está muy muertito, en cualquier momento apestará todo su consultorio ―sonó su risa de nuevo―. ¿Quiere saber algo interesante acerca de la muerte, doc? ―Le preguntó aguantando la risa.

            Era demasiada información para Waldemaro. Finalmente había encontrado la llave en el cajón, pero quería seguir escuchando la voz, estaba aterrado, y sin embargo, una inmensa curiosidad lo ataba a la habitación, ¿con quién hablaba realmente?

            ―Si lo dejo hablar, ¿contestará mis preguntas? ―soltó esperando una respuesta positiva.

            Con todo gusto, doc. ¿Tiene alguna idea de cuánto tiempo he pasado encerrado sin hablar con alguien? ―Su voz sonaba como apretando los dientes―. No lo puede saber, pero fue mucho tiempo ―agregó rápidamente―. Bueno, le cuento, he presenciado este fenómeno cada vez que mi influencia arrebata vidas y me parece sumamente curioso e interesante, divertido algunas veces ―charlaba amenamente―. La mente de un ser vivo es muy misteriosa, incluso para mí, ¿sabe usted cuanto perdura la mente de una persona en su cabeza después de morir? ―Le obsequió la pregunta.

            ―¿Se refiere al alma? ―cuestionó Waldemaro con otra pregunta.

            El alma, sí. Eso otra forma de describir ese fenómeno, pero el concepto de alma que los humanos tienen es muy diferente a la realidad, Dr. Wally ―razonaba pensativo―. No existe el más allá que ustedes piensan, el cielo, el infierno y esas patrañas religiosas. Sí hay algo más, pero no se puede explicar con palabras, porque es algo carente de conceptos humanos ―decía con un tono divagante―. En fin, me estoy desviando del tema, doc. En este momento estoy en esta habitación, en dos lugares al mismo tiempo, quizá en más; uno de ellos es en la cabeza de Raúl, desde aquí puedo hablarle a usted con este aparato y, aun así, después de algunos minutos de muerto, Raúl sigue en este cuerpo, agonizando y pidiendo ayuda. ―Hizo su risa ahogada de nuevo.

            ¡Déjame ir! ―sonó la voz de Raúl distante y lejana, como si gritara desde una montaña o un abismo.

            El rostro de Waldemaro cambió a una expresión aterrada, se le pronunciaron las arrugas y abrió más los ojos.

            ―Libéralo de ese sufrimiento, nadie merece una tortura así… Déjalo descansar en paz. ―Le ordenó con determinación, estaba dispuesto a enfrentarse a aquello.

            Dr. Wally, solo uso a Raúl como medio, no lo retengo, ni lo torturo. ―Se excusó―. Como le dije, he visto esto muchas veces, es el proceso natural de la muerte. La mente o el alma quedan errando en una infinita oscuridad dentro de los cuerpos muertos, hasta que los últimos impulsos nerviosos se desconectan y la sangre deja de fluir, cuando la piel palidece y el hedor moleste las narices, es cuando la mente finalmente se desvanece… umm, más bien, se deshace, se disipa, como si fuera humo ―revelaba la voz con seriedad.

            ―¿Cómo puede hablar así de la muerte? Le satisface jugar con nosotros ―Waldemaro frunció el ceño, todavía no comprendía con quién o qué hablaba.

            No ―contestó extendiendo la negación―. Odio la muerte, representa el final de las cosas y no me agradan los finales ―confesó en tono obstinado―. Me gusta observar cómo mi influencia actúa, me divierte, me rio y gozo con el sufrimiento, mi vida depende de ello, me nutro del sufrimiento. Pero la muerte sabe horrible, es como un postre amargo con mal sabor que se queda en tu paladar y arruina la cena ―sonaba asqueado.

            ―¿Entonces por qué mataste a Raúl? ―Le cuestionó con osadía.

            Yo no lo maté, doc. Fueron sus actos en vida, mi influencia hizo que la rueda del karma actuara sobre él ―Esta vez no sonó como una excusa.

            El doctor apretó los puños aproximándose al cadáver del Sr. Contreras.

            ―¿Qué quieres decir con eso? ―frunció el ceño mirando a los muertos y blancos ojos.

            Cosas malas que pasan por casualidad, no son tan casuales como parecen, mi influencia las hace causales. Un tropiezo, un pequeño corte; unos pierden fortunas, otros amigos o parejas… hasta que, pasa como este hombre de aquí, pierden más de lo que pueden ofrecer ―dijo la última palabra lentamente.

            ―Raúl lo dijo… tenía mala suerte ―pensó en voz alta―. Tú das mala suerte, ¿Esa es tu supuesta influencia? ―dio unos pasos hacia atrás.

            Si tuviera manos lo aplaudiría, doc ―dijo burlándose―. Raúl estaba hasta el tope de mala suerte y yació sentado aquí ―derivó con pena―. Con ustedes es diferente, apenas comenzamos. Rosa es fácil de influir, se pone nerviosa, tiene un corte horrible en la mano… parece que no es la niña buena que aparenta ser ―suavizaba la voz, aguantando de nuevo una ligera risa―. En cambió usted, es más difícil, un nombre honrado, honesto, simpático y colaborador. Apenas y pude hacer que te tropezaras en el piso y te golpearas el codo con la puerta ―confesaba con voz decepcionada.

            Waldemaro se tocó el codo remembrando el golpe con el pomo de la puerta.

            ―¿Por qué nos castigas? ¿Por qué a nosotros? No es justo, no tenemos nada que ver contigo ―apretó los dientes, tenía ganas de golpear algo.

            Sin razones particulares, doc. Raúl me trajo aquí con ustedes y murió, pudo haberle pasado en cualquier lugar… ustedes tuvieron… ―dejó la frase en el aire.

            ―Mala suerte… ―completó Waldemaro.

            Un aterrador gritó retumbó las paredes del edificio, el estruendo iba en descenso, un sonido en picada que gritaba desvaneciéndose en el aire y acabó con un fuerte estupor, estrellándose con algo hecho de vidrio y metal.

            Waldemaro salió de la habitación, su consultorio estaba vacío. Una corriente de viento frío se colaba por el ventanal que estaba a su derecha. El sonido del viento filtrándose desde un quinto piso le puso la piel pálida al doctor.

            ―¿Rosa? ―preguntó con la mandíbula temblando, sabía la respuesta.

            El doctor caminó lentamente asomándose por la ventana. Al fondo en el estacionamiento vio un auto con el techo destrozando, ―era su propio auto―, la gente miraba alrededor, tomaba fotos y llamaba a las autoridades… Rosa estaba encima del auto, chispeando sus vísceras por todas partes, en una forma tan contorsionada y horripilante que Waldemaro tuvo que quitar la vista y retroceder.

            Un miedo incalculable se apoderó del Dr. Wally y corrió a la puerta para intentar abrir la salida con la llave de repuesto. Cuando trató de meter la llave se dio cuenta que el pedazo viejo de la anterior todavía estaba ahí atascado. Era inútil, se desesperó, rompió el vidrio de seguridad del extintor de incendios y con la bombona golpeó varias veces el pomo de la puerta. Se le resbaló de las manos, el extintor se pegó con el suelo abriéndose un boquete, la fuga del gas lo disparó como un proyectil, rebotó en la pared y le golpeó la rodilla a Waldemaro.

            Gritando de dolor cayó al suelo tapándose la cara con las manos, el extintor siguió rebotando hasta que rompió la ventana y salió despedido, volando como un cohete.

            Luego de gritar para desahogarse, el doctor se arrastró adolorido a la habitación, buscando entre los medicamentos una pomada para echarse en la rodilla.

            Pobre desdicha la suya, doc. Aun desbordado de bondad, el malagüero siempre toca la puerta ―habló la voz.

            ―¿Por qué no detienes esto, monstruo? ―Le gritó Waldemaro, adolorido y aterrado.

            Porque tengo hambre ―respondió al instante―. Este es mi alimento, doctor Waldemaro. El nutriente más delicioso de la humanidad, lo que todos anhelan tener para cumplir cualquiera de sus metas y propósitos, eso que las personas creen carecer, pero siempre tienen y no saben cómo utilizarlo ―respondía como haciéndosele agua a la boca―. Yo me alimento de la suerte, me como el divino hado que les da buena fortuna, por ende… no les queda más remedio que caer en la desdicha ―hizo un sonido como limpiándose los dientes.

            El doctor se llevó las manos a la cara, apretaba los ojos tragándose sus lágrimas, unas pocas caían por sus mejillas resguardándose en su barba corta.

            ―Ya no me queda suerte… ―dijo sorbiendo la nariz―. Estoy herido, con dos muertos encima… Cuando la policía llegue y vea que la puerta está cerrada, harán sus conclusiones y pensarán que yo lo hice todo, ¿Cómo le explicaré esto a mi abogado? ¿Qué le diré a mi esposa y a mis hijos… a mis nietos? ―Se tomaba del pelo con desespero.

            La cárcel es un bonito destino para seguir comiendo ―pensó en voz alta.

            ―¡Cállate! ―Le gritó―. ¿Cuál es tu propósito con nosotros? ¿Por qué condenas a la humanidad? ¿Qué te hicimos? ―hizo demasiadas preguntas entre su rabia y llantos.

            Existo desde antes de que se inventaran los idiomas y el hombre, desde ese entonces me he alimentado de esta esencia, incluso mucho antes de que lo llamaran fortuna o suerte ―declaraba con ansia―. Mi único propósito es existir y equilibrar, la suerte también mata, doc. La gente no solo reza para que la vida les de bienestar, también rezan para dañar a otros. Me alimento para mantener un balance y existen miles más como yo; en pocas palabras, para ti y tus términos, somos esas caries de la humanidad que hablan y corroen para que los demás dientes se vean hermosos ―confesaba en tono más profundo y circunspecto.

            Waldemaro dejó caer los brazos al suelo, sentía el pesó de un ser milenario en sus espaldas. Algo tan grande, absurdo y sin explicación que no podía tener un argumento ante él y los demás, que le diera una excusa para sobrevivir a la mala suerte que lo acompañaría.

            ―Dijiste que yo era una buena persona ―dijo de pronto el doctor―. ¿En verdad vas a dejar que sufra? Yo también soy un balance, ayudo a las personas, soy un médico, ¿Esto es lo que recibo por ayudar? No es justo ―Se miraba la rodilla herida, morada del golpe, coagulándose con la sangre.

            La voz permaneció callada por varios segundos. Sin embargo, no se había ido, Waldemaro escuchaba una respiración pensativa.

            Existe… ―dijo con brevedad, pausando el pensamiento―. Existe una forma de salvarte y aminorar la mala suerte ―confesó la voz.

            ―¿Cómo? ―preguntó exaltado con emoción.

            Si me obsequias a alguien y esa persona me acepta voluntariamente, mi influencia desaparecerá parcialmente ―explicó con certeza.

            ―¿En verdad vas a ayudarme? ¿Cómo sé que no es un truco? ―cuestionaba el método.

            De una u otra forma, yo seguiré comiendo, doc ―resaltó.

            Waldemaro asintió con la cabeza e intentó levantarse del suelo con mucha dificultad.

            ―Tengo que regalarte entonces… ―dijo mirando el cuerpo muerto en la silla―. ¿Cómo te saco del cuerpo de Raúl? ―preguntó.

            No estoy dentro del cuerpo de Raúl, solo uso su cabeza para hablar. ―Le dijo―. Busca en su bolso, en el suelo. ―Le indicó.

            La habitación seguía a oscuras, poca luz entraba por la puerta e iluminaba tenuemente el suelo. El bolso deportivo del Sr. Contreras estaba tirado en el piso blanco, cerca de la silla y del escritorio. Waldemaro dio unos pasos con dificultad, volvió a sentarse en el suelo tomando el bolso con la mano derecha para arrastrarlo. Estaba pesado, era un bolso negro y verde con el logotipo de un equipo de baloncesto.

            Al sostener la cremallera y jalarla, los dientes le cogieron la piel del pulgar haciéndole un corte. El Dr. Wally no le prestó atención y escudriñó el contenido, no le tomó ni un segundo encontrar lo que estaba buscando. Aquello brillaba de una manera sobrenatural, un resplandor verdoso como si una luz estuviese encendida sobre esa cosa.

            Waldemaro metió las manos en el bolso sacando el ídolo que el Sr. Contreras había mencionado que encontraron en la excavación arqueológica. En sus manos contempló la forma perfectamente esculpida de la estatuilla, hecha de jade y cobre: un hombre desnudo agachado, tomándose de las rodillas con una máscara sonriente de reptil, tenía dos rubies por ojos.

            Es todo un placer, Dr. Waldemaro Sant ―Se presentó la voz con su risa ahogada.

            El doctor relacionó inmediatamente la voz con la figura en sus manos, esa risa cabía perfectamente en la sonrisa traviesa y malévola que estaba esculpida en el jade. Tal voz no podía provenir de otro sitio que no fuese ese.

            El ídolo era pesado, latía de cierta manera, como si estuviese cargando en las manos un corazón de piedra.

            Antes preguntaste qué me habían hecho los humanos y la sociedad ―agregó de pronto la voz―. Esto fue lo que me hicieron, encerrarme en una estatua mágica, donde se limita mi influencia ―concluyó enojado.

            ¿Cuál sería la magnitud de esa influencia de no haber estado encerrado en la estatuilla? Waldemaro no quería ni pensarlo, ni siquiera la manera en cómo pudieron encerrarlo ahí.

            Al sostener la estatua, Waldemaro se sintió minúsculo, preso en la fuerza sobrenatural de un ser que por mera casualidad había llegado a su consultorio. ¿Por qué él? ¿Cómo había acabado en esa precariedad? ¿Podría zafarse de todo el embrollo?

            ―¿Qué tengo que hacer ahora? ―preguntó el doctor.

            Esperar. ―Le respondió la voz―. La Policía llegará y le entregarás la estatuilla a un oficial. Acabarás preso, sin duda, pero no morirás por la mala suerte ―resumía.

            ―¿Con eso se romperá la maldición? ―vislumbraba un atisbo de esperanza.

            ¿Maldición? ―Y soltó una carcajada―. Esto no es una maldición, doc. Es un hecho ―aguantó la risa―. No comprendes lo que ocurrirá, ¿verdad? ―Le preguntó sin darle chance a responder.

            El ídolo expandía un calor cada vez que la voz hablaba.

            Eres una buena persona, Waldemaro. Sin embargo, entregarme a otra vida, es el acto más cruel que una persona puede hacer, incluso peor que matar a alguien ―detallaba alzando la voz―. Tu historial quedará manchado de por vida, te librarás de mí. Pero si en algún punto de lo que queda de tu vida, vuelves a cruzarte conmigo o con alguno de mis hermanos… ―hizo una pausa para dejar correr la imaginación del doctor―. Acabarás peor que nuestro estimado Raúl Contreras, en un sitio cualquiera e inimaginable, muerto en la silla de un dentista ―concluyó.

            Waldemaro no había quitado la vista de los parlantes en las esquinas de las paredes, vio que uno estaba lleno de polvo, incluso en plena oscuridad. Esas motas de polvo perdurarían allí por un tiempo, imposibles de limpiar, sucios como se sentía él ahora.

            ―Es una injusticia, tengo que condenar a otro para salvarme. ―Se miró las manos―. Pero no tengo otra salida, aunque no quisiera hacerlo, lo que me dices pasará de todas formas, lo quiera o no… ―arrugó el rostro aceptando su destino.

            El sonido de las sirenas de las patrullas de policías y la ambulancia sonaron afuera del edificio. Pocos segundos transcurrieron cuando pisadas pesadas se escuchaban en los pasillos y las autoridades subían hasta pararse frente a la puerta del consultorio.

            ―¡Abran la puerta ahora! ―gritó un oficial―. Es la Policía ―instó forcejando la puerta.

            Al doctor le temblaron las manos. El ídolo de jade y cobre lo miraba fijamente, escucha los gemidos ahogados de una risa casi insonora, conteniendo la risa para no burlarse por última vez.

            Quizá si no hubiese comprado el Vox Mentis, jamás habría tenido un contacto directo con la voz y probablemente su influencia no le hubiese afectado tanto como ahora. Era solo una especulación, la maquinita en las sienes del cadáver del Sr. Contreras seguía titilando, una tecnología que le había dado voz a un ser monstruoso. Finalmente, la tecnología había llegado a un límite más que peligroso, más que aterrador y Waldemaro lo había presenciado en carne viva.

            Dejó caer el ídolo en sus pies, la pieza pesada ni siquiera se tambaleó, se quedó quieta observando al doctor.

            La Policía derrumbó la puerta alumbrando el consultorio con sus linternas, apuntando con las armas en todas direcciones.

            ―¿Doctor Waldemaro? ―preguntó un oficial, pero no hubo respuesta.

            El silencio reinaba en su cabeza y en su garganta, no quería hablar, en el preciso segundo que un oficial lo encontrara el ídolo actuaría sobre él, ese momento sería clave para que Waldemaro viviera, ¿Cuál sería su suerte final? ¿Seguir maldito o que la siguiente persona aceptara llevarse el ídolo?

            Mis respetos, doc. Me divertí mucho ―dijo la voz antes de que alguien entrara a la habitación―. Espero volver a hablar como hice hoy, gracias por darme voz con ese aparato. ―Y se despidió riéndose.

FIN

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